Hacía mucho tiempo que no veía
recorrer las calles de Cacabelos a un afilador ambulante. Pero esta mañana el sonido de un chiflo
haciendo sonar las notas de su escala tonal me advirtió de la presencia de uno
en la Plaza. Claro que su imagen ya poco me recordaba la presencia de aquellos
de mi infancia con chaqueta y pantalón de pana pisando un pedal de madera para
mover el esmeril.
Aquellas ruedas de afilar las transportaba
el afilador a sus espaldas, más tarde rodando y en tiempos más cercanos con el
artilugio montado primero en una bicicleta, luego en una motocicleta y
finalmente en una furgoneta.
Este de hoy, muy joven, se había
quedado a medias en el tiempo y venía provisto de una bicicleta sobre la que estaba
adaptada la “tarazana”. “No son buenos tiempos para este oficio”, me comentó, “apenas
me llama la gente para hacer un servicio”. A mi pregunta si, como los
afiladores del pasado, hablaba barallete,
el lenguaje gremial propio, respondió que no. Y que tampoco era gallego
como la mayoría de los que ejercían en el pasado este oficio por España y por
algunos países sudamericanos.
Así que, pensé, no se cumplirá el pronóstico que hacían nuestros
abuelos en cuanto oían sonar el chiflo de los afiladores gallegos, la mayoría
orensanos:
-Vai chover.
Y unas horas o, como máximo, un par
de días después llegaba la lluvia. Esa lluvia tan deseada, sobre todo esta
semana con los graves incendios en el Valle del Oza, no llega ni con afilador ni sin afilador. Los maragatos ya están preparando la salida de la Virgen de
Castrotierra para que traiga agua a sus resecos campos.
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