Vista panorámica de La Leitosa y su entorno desde las proximidades de Paradaseca |
LUGARES
EMBLEMÁTICOS DE NUESTRO PUEBLO Y ALREDEDORES
5.
La Leitosa
Por
Pepe Couceiro
Algo de hipnótico debía de tener aquel paraje conocido
como La Leitosa, en las inmediaciones
de Veguellina (término de Villafranca del Bierzo), en los Ancares leoneses, para que, en nuestra adolescencia e incluso años
después, no nos perdiéramos ninguna de nuestras citas anuales con él.
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Ya fuese por su lejana y escondida ubicación,
frondosidad y belleza; por nuestros anhelos materialistas, sabiendo que el valioso
polvo dorado seguía presente en sus entrañas, o por cómo nos imaginábamos la
vida en ese enclave cuando los romanos dominaban la zona y se valían de miles
de esclavos para extraer el preciado metal; el caso es que este emblemático lugar
nos dejaba embelesados cada vez que nos acercábamos, convivíamos cerca de él y
lo contemplábamos en todo su esplendor con nuestra mente serena.
La Leitosa en la actualidad |
Como si se tratara de una hermana menor de Las Médulas, esos montículos quebrados por
la acción humana, con sus colores rojo y verde alternándose en sus laderas, muestran
orgullosos su enorme cicatriz causada por las múltiples heridas que, a partir
del siglo I d.C., los romanos causaron a lo largo de varios siglos cuando extraían
su oro mediante un sistema conocido como Ruina
Montium.
Vista cercana de La Leitosa desde el camino de bajada a los prados de Veguellina regados por el río Burbia. |
El conocimiento de este paraje nos fue transmitido
por los componentes de la primera asociación de montañismo de Cacabelos
conocida como Los Montañeros del Cúa.
Con ellos realizamos varias de las primeras excursiones al lugar.
La primera marcha que hicimos a este
cautivador enclave fue el bautismo de fuego para varios amigos que, unidos por una
inquebrantable amistad, decidimos emprender este tipo de aventuras. Por primera
vez en nuestra vida pasaríamos varios días fuera de casa, aislados en el monte
y valiéndonos por nosotros mismos a todos los niveles.
Al día siguiente de iniciarse las ansiadas
vacaciones estivales y una vez conseguido el milagroso permiso de nuestras
madres (Dª. Pilar, Dª. Josefa, Dª. Teresa y Dª. Maruja) iniciábamos un camino
hacia lo desconocido repletos de ilusión, expectativas y de cachivaches
inútiles en el interior de nuestras pesadas mochilas.
Llegados a un prado perfecto para la acampada saciábamos
nuestra ávida sed con el agua que manaba de una fuente natural a ras de suelo, en
la que, en su fondo, siempre observábamos tritones que nos alegraban la vista y
nos indicaban la pureza del medio que habitaban. Con las tiendas montadas y
antes de que oscureciera nos acercábamos al pueblo de Veguellina, ubicado a un
par de kilómetros, en busca de aquellos excelsos huevos y de una leche fresca que
nos sabía a gloria. Antes de anochecer, en las cercanías del pueblo, armábamos
nuestras cañas de pesca y realizábamos varias tiradas en el río Burbia, intentando
hacernos con aquellas extraordinarias truchas autóctonas y poder degustarlas en
una memorable cena alrededor de un reconfortante fuego de campamento.
En no pocas ocasiones se apuntaban amigos o
familiares que, al no dejar de alabar por nuestra parte las virtudes del lugar,
acababan acompañándonos para comprobarlo por ellos mismos.
Al día siguiente de instalarnos solíamos
realizar una de las aventuras más esperadas, la subida a La Cueva, una cavidad artificial localizada en una de las laderas y
de complicado acceso, pero que constituía un reto cada vez que lo intentábamos.
La
Cueva de cerca a la derecha
en una toma actual donde puede comprobarse la dificultad de acceso.
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A su entrada y durante años pudo admirarse el
escudo de Los Montañeros del Cúa
esculpido a la perfección sobre la blanda arcilla por nuestro querido artista Pedro
G. Cotado. Inevitablemente, la erosión de varias décadas hizo estragos y, en la
actualidad, apenas puede distinguirse.
Sentados durante unos minutos en esa cavidad, recuperándonos
del fatigoso y estresante ascenso, nos imaginábamos descubriendo fastuosos
tesoros que los romanos habían almacenado desde tiempos inmemoriales en su
interior, al estilo de la cueva de Alí
Babá, abandonados allí tras una imprevista huida, quizá en medio del fragor
de una batalla perdida. Como no nos funcionaron las palabras mágicas Ábrete Sésamo, teníamos que introducirnos
en las profundidades de aquella gruta con linternas, atravesar un estrecho pasadizo
que daba la impresión de que, en cualquier momento, se nos iba a caer encima y,
sobre todo, que tendríamos que cavar de lo lindo durante horas; en milésimas de
segundo y de forma repentina despertábamos a la realidad y nos preparábamos para
acometer una bajada más sosegada al campamento.
Con aquellas caminatas a La Leitosa, cada uno de nuestros sentidos llegaba a su máximo nivel
de excitación y quedaban ampliamente colmados por el colorido de los húmedos
prados, de las escarpadas montañas, de las lindes de los arroyos que se
encaminaban hacia un caudaloso Burbia lleno de vida, de las tenebrosas y
prodigiosas noches estrelladas; de la visión de un fuego nocturno que nos
encandilaba y relajaba al mismo tiempo; de los sonidos con los que nuestros
queridos compañeros, los animales, nos acompañaban y amenizaban a cualquier
hora del día o de la noche (hasta con los más ingratos); por el placer de
sentir en nuestras manos los millones de texturas con las que nos encontrábamos
a lo largo de esos días y, finalmente, por el sabor de todo lo que naturalmente
brotaba de aquella incomparable zona.
Aquellas salidas incrementaron nuestro amor
por la naturaleza. Con el paso del tiempo, ese maravilloso sentimiento lo acabaríamos
trasladando a nuestros hijos, motivo por el que, al menos en mi caso, siempre
sentiré un orgullo especial.
Gracias querido amigo por recordar aquellos tiempos tan felices y por haber compartido una amistad que perdura. Un abrazo con mucho cariño
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