domingo, 13 de abril de 2025

La lluvia no puede con las peñas (Fotos y vídeo)

 

La zona peatonal fue una de las más concurridas
                   

 VÍDEO

 

A pesar de la lluvia que caía con intensidad en algunos momentos de la tarde, las peñas desafiaron al mal tiempo y lograron un éxito de participación. Más de media centena de grupos –algunos próximos a los cien miembros- se dieron cita delante del Cine Municipal Faba para participar en el II Día de las Peñas organizado por el Ayuntamiento y que es el primer paso festivo de la Pascua 2025 de Cacabelos.

Acompañados por charangas, los participantes recorrieron varias calles de pueblo con paradas de “refresco” y tomar calorías para soportar las horas de desfile que deberían soportar.

La peña más prevenida, desfiló bajo su propia carpa

Esperando a tomar la salida

Peña con cortador de jamón incluido


Carro de una peña bien surtido para saciar la sed de los componentes



Martín haciendo amistades

sábado, 12 de abril de 2025

Pregón íntegro de la Semana Santa de Cacabelos

 

La casa de mis abuelos paternos, actualmente clausurada por orden del ciclo natural de la vida, con la ventana de la izquierda desde donde mi abuela Nemesia no se perdía ninguna de las procesiones.

TIEMPOS DE ORO, INCIENSO…Y CERA

(Pregón Semana Santa 2025)

Pepe Couceiro

Buenas tardes. Párroco D. José Luis, cofrades, autoridades, amigos, familiares y vecinos.

Muchas gracias por haberme elegido para este tan agradable como inesperado reto, al que no podía negarme, y del que espero salir, si no airoso, cuando menos… ileso.

Algunos ya me conocéis: los mayores, por haber llegado a convivir con mi familia, incluso conmigo y, los más jóvenes, por mi trayectoria profesional - suficientemente aireada los últimos años en el blog de mi buen amigo Carlos de Francisco - para los demás, por desconocido, permitidme recordar a alguno de mis ascendientes. Tuve la inmensa suerte de tener por madre a María López (Maruja), La Dieguilla, hija de mi abuela Dolores, la pulpera, hermana de Pepe, Lolo y Elisa; y el mejor padre, Paco Couceiro, hijo de mi otra abuela, Nemesia, el cual pasó su corta vida aquí al lado, descargando y transportando sacos de pienso en el almacén junto a sus hermanos (mis tíos Alfredo, Lolo, Tito, Pepe y Toño, Parrachondo).

Contaros mis aventuras relacionadas con la Semana Santa de mi pueblo, a través de momentos grabados a fuego en la retina de los inocentes ojos de un niño y, hacerlo ante mis amigos y mi gente en este recinto tan glorificado por incontables habitantes de nuestra villa, es para sentirme profundamente honrado. A mis sesenta y siete años, me encuentro ante el desafío de sumergirme entre las espesas brumas del tiempo pasado, en una apasionante búsqueda de recuerdos, que parecen casi de otra vida, imaginándolos consignados en los estantes de una empolvada alacena y, de donde los voy rescatando y seleccionando, para quedarme con las anécdotas de mayor importancia; anécdotas que, por otro lado, también fueron compartidas por varias generaciones de monaguillos del pueblo.

Os invito pues, a un grato viaje, con la esperanza de que también lo sea para vosotros y disculpándome, anticipadamente, por los errores e inexactitudes que seguro encontraréis, tanto en mis palabras como en el texto.

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Mi madre, y todas las que compartieron el impulso de llevar a alguno de sus hijos varones a la sacristía, tenían bien pensada la estrategia sobre nuestro futuro. En sus planes, estaban convencidas de que los primeros pasos de sus descendientes debían iniciarse por el peldaño más bajo del estamento religioso. Luego, con el paso de los años y con algo de suerte, albergaban el ferviente deseo de que, en nuestra mente, llegara a cuajar la idea de hacernos… como mínimo sacerdotes; una jugada maestra y tranquilizadora para ellas porque, de esa manera, tanto sus retoños como los familiares más cercanos estarían un poquito más cerca del cielo. Por esta razón, a edad temprana, mi madre me llevó de la mano a la sacristía, en donde me presentó a un joven sacerdote, agradable y carismático, recién aterrizado en el pueblo para dar relevo a D. Desiderio Peláez; allí, con confianza plena, me dejó bajo la tutela de D. Dámaso Núñez (1926-2005), en lo que sería el inicio de una larga vida de pastor de almas. Aquellos loables deseos de nuestras madres no llegaron a fructificar en ninguno de nosotros pero, lejos de desanimarse, como madres bercianas de fuerte y abierto carácter, supieron que deberíamos ser nosotros mismos, para bien o para mal, los que tomásemos las riendas de nuestras vidas.

Un joven y sonriente sacerdote lleno de energía, D. Dámaso, recién llegado a Cacabelos en 1963, sentado en su flamante e inseparable vespa y flanqueado por unos cacabelenses encandilados por su personalidad, entre los que podemos identificar a un joven Carlos Balboa y a Varito junto a su hermana Celina, ambos reunidos con él en el otro lado.

Durante mis cuatro años como monaguillo, consideré la iglesia donde nos hallamos como propia. Entre la puerta de este templo y la de mi casa no había más de treinta metros y, resultaba reconfortante, pasar de una a otra como si fueran una sola, dando por hecho que ambos lugares formaban parte de mi diminuto e incipiente patrimonio. 


Antigua sede de Correos, actualmente lavandería, en una fotografía de principios de los 60; en su parte alta fue mi casa durante décadas y, como veis, más cerca de la iglesia no se podía estar.

El reducido cosmos, generado en el interior de mi casa junto a mis padres y hermana, experimentó, a los pocos meses de haberme adentrado en la vicaría, una súbita expansión, un big bang en mi consciencia donde, de forma natural, unos nacientes y rígidos límites se vieron desplazados por otros más elásticos y de mayor amplitud. En ese despertar, además de D. Dámaso, tuvieron mucha culpa mis compañeros veteranos sacristanes, entre los que destacaría a los hermanos Coca, tanto Luis (1952 -2020), fallecido hace pocos años, como Paco. Para integrarnos, definitivamente, entre los curtidos y avezados escolanos, teníamos que superar y padecer unas pruebas de confianza: las que fueron mis primeras novatadas. Recuerdo que, en una de ellas, bajo el cachondeo y la disimulada sonrisa de los veteranos, nos cargaban a las espaldas un gran saco de tela vacío que, por el camino natural que había tras la iglesia, nos iban rellenando con piedras de gran tamaño al grito de uno de los veteranos...¡biobardo al saco!; el propósito, eso nos decían, era dar caza con aquellos pedazo calollos[i] a unos fantásticos animales, listos y escurridizos, por nombre biosbardos en Galicia y gamusinos en otras regiones.


Vestidos de gala posan para el fotógrafo la generación de monaguillos anterior a la nuestra, probablemente hacia 1963, en la transición de D. Desiderio a D. Dámaso. De izquierda a derecha y de arriba abajo: Roberto Carretón, Luis Coca, su hermano Paco y Luis Raimóndez el mágico futbolista que nos hizo pasar tantas tardes de gloria con la Unión.

Superadas las inocentadas, cuya finalidad no era otra que conocernos mejor y crear familiaridad por la vía rápida, los hermanos Coca se convirtieron en mis mentores, en una parte de mi familia, los que me enseñaron buena parte de la liturgia de los actos religiosos: a decir frases en latín respondiendo al cura sin conocer su significado; a ejercer la ardua tarea de tocar las campanillas en los momentos precisos; a controlar el deseo, durante la comunión en la misa, de saludar a los comulgantes, amigos o familiares, con uno o varios toques disimulados de la plateada patena bajo su barbilla, lo que podría derivar en incontenibles ataques de risa y, lo que sería peor… el efecto contagio entre los asistentes; a resistir una mayor tentación que la anterior por el castigo o reprimenda que conllevaba: la de propinarle, ocasionalmente…chupitos o chupinazos a la seductora y peligrosa botella de vino dulce que nuestro querido párroco, profundo conocedor de las flaquezas humanas como buen sacerdote, creía segura y a salvo de cualquier ataque inesperado y guardaba, con celo, pero ingenuamente, en uno de los armarios de la sacristía; etc, etc. 

La Iglesia Santa María, tal como era durante mis años de monaguillo en una fotografía de 1958.

En los momentos de asueto o de lluvia persistente, la que nos impedía disfrutar de las frecuentes pachangas de futbol en el sagrao, D. Dámaso nos agudizaba el ingenio con emocionantes partidas de ajedrez, el juego que predominaba en la sacristía; naturalmente, siempre ganaba y, en su evidente euforia, nos amenizaba aquellas inolvidables danzas de piezas sobre el tablero, entonando, bien silbando o tarareando, una canción que Dean Martin convirtió en muy popular a través de la radio y que llevaba por título Arrivederci Roma.

Las soleadas tardes se nos pasaban volando con improvisados partidos. Resultaba curioso que, en nuestras ansias por introducir el balón entre las piedras con las que marcábamos un simulacro de portería, no sintiéramos ningún dolor cada vez que nuestras rodillas se desollaban contra la áspera tierra del sagrao; en aquellas circunstancias el orgullo se imponía al padecimiento. Otra cosa distinta era cuando, una vez finalizada la contienda, al regresar a casa, nuestra madre, zapatilla en mano, nos cambiaba el color de nuestras tiernas y sensibles posaderas para, acto seguido, y con suma delicadeza, curarnos con mercromina las sangrantes heridas; heridas que, posteriormente, exhibíamos orgullosamente ante los compañeros de escuela y amigos como si fueran… condecoraciones de guerra.  

 


La generación de monaguillos, un año antes de dar el salto al bachillerato, que reemplazó a la de los hermanos Coca, alrededor de 1966. En la foto, arropados por D. Manuel, un excelente sacerdote que alegraba el ambiente de la liturgia tocando el armonio de la iglesia figuran, de izquierda a derecha: José Luis Alba, nuestro recordado Luis Alba, el cura D. Manuel, Manolo (Lizáfaro), un servidor y Manolo Alba.

El niño que fui durante mis servicios de acólito recuerda con agrado el momento más fascinante del año: el que se inicia el Domingo de Ramos, con la primera fastuosa procesión. Podía percibirse el júbilo de la gente en su luminosa sonrisa, sobre todo la que se reflejaba en el rostro de los más pequeños. Tradicionalmente, era el obligado día de estrenar algo, con frecuencia unos relucientes zapatos adquiridos en La Carretona. En esta procesión, mis ojos quedaban encandilados cuando, al unísono, los asistentes elevaban al cielo una plétora de hojas de laurel, mimosa, romero y olivo con el propósito, pensaba yo, de que les llegara el mayor número posible de gotas de agua bendita, por considerar que quedarían más bendecidos que los que hubieran recibido una menor cantidad. Me llamaba la atención la mecánica de la aspersión en la cual, después de sumergir el hisopo en el acetre o recipiente del agua bendita, el sacerdote, gracias a un rápido movimiento del codo, hacía que las gotas saliesen despedidas a gran velocidad a través de unos pequeños orificios y se depositasen, tanto en las hojas al viento, como en los rostros de los que sujetaban los ramos. Nosotros, que estábamos al lado y que portábamos el acetre,…¡éramos los que quedábamos más bendecidos!.

Procesión de Domingo de Ramos de 2005

Tras unos días de tranquilidad, llegaba el Jueves Santo, la jornada en la que se iniciaba el llamado Triduo Pascual y que finalizaba el Domingo de Resurrección; ese periodo lo conformaban continuos y variados oficios en los que se desplegaba una admirable liturgia repleta de suntuosos ornamentos: mantos, sayas de terciopelo y vistosas vestimentas, tanto en las figuras de los pasos como en los colaboradores eclesiásticos, confeccionadas a base de brocados que, dábamos por hecho, habían sido entrelazados con hilos de plata y oro auténtico. A ello se unía el olor a incienso… y cera derretida procedente de multitud de velas encendidas en el interior del ábside románico, circunstancia que acrecentaba, todavía más, aquella atmósfera de solemnidad y respeto.

Era nuestra responsabilidad controlar que aquellas velas acabasen con la mecha ennegrecida, prueba fehaciente de haber cumplido con lo encomendado por los exigentes parroquianos. Para unos críos recién salidos del cascarón, aquellos momentos eran sin duda los más fascinantes y divertidos; por primera vez en nuestras vidas, nos sentíamos orgullosos al desempeñar la meritoria misión de vigilantes; para hacerlo bien, no nos quedaba otra que relevarnos durante las comidas y, en nuestra impulsiva ansiedad, para no perdernos ni un segundo de aquel excitante ambiente, abandonábamos la mesa al galope con la comida en la boca, a efecto de retomar nuestra agradable y altruista labor.

En el Viernes de Pasión, concurrían dos emocionantes procesiones que animaban a numerosos vecinos a su participación. La más tempranera, la del Encuentro, daba comienzo a las ocho de la mañana, a la cual llegábamos dormidos dado que estábamos de vacaciones y no era normal madrugar tanto; la segunda, la del Santo Entierro o del Silencio, la más tardía y concurrida. En la primera, se dejaban ver sentidas lágrimas fluyendo por los rostros de algunos asistentes cuando se escenificaba a un San Juanín - un San Juan de tamaño reducido-, desplazándose al trote al encuentro de la Virgen María, para notificarle el demoledor mensaje del apresamiento e inminente ejecución de su Hijo. Entonces, no caí en la cuenta de que, cada año, se producía un verdadero milagro en el escenario del Encuentro, cuando el paso de San Juanín, tras el fuerte meneo al que era sometido hasta hallar al de la Virgen, no acababa… descuajeringándose por el camino.

 


El Encuentro entre el Nazareno, la Virgen María y San Juanín en la procesión del mismo nombre, probablemente en los años cincuenta.

Ya por la noche, antes de la procesión del Santo Entierro, tenía lugar el Vía Crucis en el cual, dos de nosotros, acompañábamos al sacerdote en un recorrido con paradas ante los pequeños retablos colgados alrededor de las paredes de la iglesia y que representaban los últimos momentos de la vida de Jesús. En este trayecto, nuestros ojos se deleitaban con cada una de aquellas estaciones que, al asociarlas con las palabras con las que D. Dámaso las describía, nuestra potente imaginación se activaba montándonos nuestra particular película en la que su protagonista, Jesús de Nazaret, pese a su triste final, acababa convirtiéndose en nuestro héroe.

Me gustaría destacar el emotivo ambiente en el interior de la iglesia previo a la procesión, donde la afluencia, mayoritariamente de mujeres comandadas por la irrepetible voz de Mayita, entonaban sentidas y tristes, pero hermosas canciones, mientras la comitiva de sacerdotes y monaguillos, vestidos de gala, caminaban lentamente entre las volutas de humo blanco procedentes de la combustión del incienso, generando un ambiente admirable por lo vistoso, y conmovedor por el sentimiento de los asistentes. 

 

La Familia Peña a principios de los años sesenta con Mayita (Amalia Barrio Raimóndez), a la derecha; la que, con su privilegiada voz, nos deleitaba durante los dulces minutos que duraban sus canciones en los acontecimientos religiosos más señalados.

Ya en medio de la procesión era un verdadero espectáculo ver desfilar a cientos de devotos, aunque entonces sin la indumentaria actual, bajo la luz de aquellas luminarias de cera, por unas calles en la más absoluta obscuridad y bajo un silencio reverencial; un emocionante espectáculo que quedaría grabado para siempre en nuestras candorosas memorias.

El Sábado de Gloria era el día de la alegría, el del inicio de las mejores fiestas del mundo, aunque eso ya sería para otra historia. Era el día en el que, en la medianoche, subíamos a tocar las campanas balanceando el badajo de lado a lado hasta quedarnos literalmente sordos. Las campanadas eran secundadas por una traca, que anunciaban, respectivamente, el final feliz de la pasión más paradigmática de la historia del hombre y el comienzo de unas memorables fiestas. Nos sentíamos extraños, pero a gusto, cuando al bajar del campanario…. teníamos que hablarnos a gritos para poder oírnos.

Años más tarde, después de que las alforjas del conocimiento se fueron llenando y las experiencias de vida ampliando, caí en la cuenta de que, tal vez, solo tal vez, El Maestro, en sus últimos momentos, haya querido dejar dos eternos mensajes para los corazones, que consiguen ver más allá de las palabras: el primero, asociando su tormento a las aflicciones que los mortales experimentan a lo largo de una vida, aquellas que tan bien definió San Juan de la Cruz en el título de su poema Noche oscura del alma; y el segundo, como si Jesús quisiera asociar su muerte y resurrección al divino instante en el que el alma del sufriente ser humano se trasforma, el momento en el que el espíritu sublima la materia, se baja el telón, cruzamos la puerta y aparecemos en casa, en nuestro verdadero y añorado hogar.

El Domingo de Pascua era el de mayor bullicio del año, el día en el que El Bierzo entero se desplazaba a nuestro pueblo. El día en el que nuestros sentidos se activaban al máximo, desde el tempranero desfile de cabezudos hasta la noche de los espectaculares fuegos que daba paso a nuestro Lunes de Pascua:...el día de la festividad local de la Virgen De la Quinta Angustia, nuestra patrona. De esa jornada apenas tengo recuerdos por estar separados los servicios de los sacristanes en las dos iglesias; los asignados a Las Angustias tenían de capellán a D. Antonio


D. Antonio (derecha) acompañando a D. Dámaso en una celebración de la primera comunión celebrada en 1965.

 

No obstante, recuerdo de ese día la impresionante devoción con la que infinidad de fieles llegaban a la iglesia de rodillas, y así, incluso, hacían el trayecto de la procesión alrededor del templo. Una verdadera multitud se agolpaba en el interior de la iglesia, y otra de similar cuantía permanecía en el exterior, bien porque había sido imposible el acceso al Santuario, o esperando la traca de los ruidosos cohetes que marcaba el final de la reina de las procesiones de la semana, y con la que se daba fin a una Semana Santa inolvidable.


Mi madre Maruja junto a D. Dámaso en la década de los noventa, aprovechando sus dotes de modista para arreglar y vestir las imágenes de los diferentes pasos, en este caso el de La Virgen de la Quinta Angustia en la Iglesia que lleva su mismo nombre.


Los asistentes a la procesión de un Lunes de Pascua, ya finalizada, regresando del Santuario a la plaza, alrededor de 1950.

 

Para nosotros, pequeños aprendices de todo, viviendo y saboreando apasionadamente cada instante de aquel mundo idílico, solo nos quedaba el ilusorio consuelo de que, al año siguiente, en las mismas fechas, con los mismos protagonistas, volveríamos a disfrutar de aquellos momentos en idénticos decorados con los compañeros monaguillos de siempre.

Y aquí acaba el viaje al pasado al que os invité al comienzo del pregón, con la esperanza de que os haya complacido; pero no quisiera finalizarlo sin expresar mi infinita gratitud a las personas más importantes de mi vida pues, sin ellos, no habría ninguna posibilidad de que me encontrara hoy aquí tras este atril, delante de vosotros: a mi mujer Marina y a mis hijos Nacho, Sergio y Clara; a Pilar, Alfredo y Laura, último vínculo de amor en el pueblo tras la marcha de nuestra madre y, a quienes nos sujetábamos con profundo agradecimiento, cada vez que regresábamos en vacaciones. Y, finalmente, mis sinceras gracias al apuntador personal de recuerdos y gran amigo Manolo Rodríguez, por sus fotos y por su desinteresado asesoramiento con el que he podido enriquecer el texto

Y, SOBRE TODO…

¡MUCHAS GRACIAS A TODOS POR VUESTRA PACIENCIA Y ATENCIÓN!

¡Y A NUESTRA PATRONA, LA VIRGEN DE LA V ANGUSTIA,

POR SU PROTECCIÓN Y AMPARO!

¡¡¡ HASTA SIEMPRE!!!



[i] Acepción lingüística local sinónimo de piedras grandes de río o cantos rodados