 |
La casa de mis abuelos paternos, actualmente clausurada
por orden del ciclo natural de la vida, con la ventana de la izquierda desde
donde mi abuela Nemesia no se perdía ninguna de las procesiones. |
TIEMPOS DE ORO, INCIENSO…Y CERA
(Pregón Semana
Santa 2025)
Pepe Couceiro
Buenas tardes. Párroco D. José Luis, cofrades,
autoridades, amigos, familiares y vecinos.
Muchas gracias por haberme elegido para este tan
agradable como inesperado reto, al que no podía negarme, y del que espero salir,
si no airoso, cuando menos… ileso.
Algunos ya me conocéis: los mayores, por haber
llegado a convivir con mi familia, incluso conmigo y, los más jóvenes, por mi trayectoria
profesional - suficientemente aireada los últimos años en el blog de mi buen
amigo Carlos de Francisco - para los demás, por desconocido, permitidme recordar
a alguno de mis ascendientes. Tuve la inmensa suerte de tener por madre a
María López (Maruja), La Dieguilla, hija de mi
abuela Dolores, la pulpera, hermana de Pepe, Lolo
y Elisa; y el mejor padre, Paco Couceiro, hijo de mi otra
abuela, Nemesia, el cual pasó su corta vida aquí al lado, descargando y transportando
sacos de pienso en el almacén junto a sus hermanos (mis tíos Alfredo, Lolo, Tito, Pepe
y Toño, Parrachondo).
Contaros mis aventuras relacionadas con la Semana
Santa de mi pueblo, a través de momentos grabados a fuego en la retina de los
inocentes ojos de un niño y, hacerlo ante mis amigos y mi gente en este recinto
tan glorificado por incontables habitantes de nuestra villa, es para sentirme
profundamente honrado. A mis sesenta y siete años, me encuentro ante el desafío
de sumergirme entre las espesas brumas del tiempo pasado, en una apasionante
búsqueda de recuerdos, que parecen casi de otra vida, imaginándolos consignados
en los estantes de una empolvada alacena y, de donde los voy rescatando y
seleccionando, para quedarme con las anécdotas de mayor importancia; anécdotas
que, por otro lado, también fueron compartidas por varias generaciones de
monaguillos del pueblo.
Os invito pues, a un grato viaje, con la
esperanza de que también lo sea para vosotros y disculpándome, anticipadamente,
por los errores e inexactitudes que seguro encontraréis, tanto en mis palabras como
en el texto.
----------------
Mi madre, y todas las que compartieron el
impulso de llevar a alguno de sus hijos varones a la sacristía, tenían bien pensada
la estrategia sobre nuestro futuro. En sus planes, estaban convencidas de que los
primeros pasos de sus descendientes debían iniciarse por el peldaño más bajo del
estamento religioso. Luego, con el paso de los años y con algo de suerte, albergaban
el ferviente deseo de que, en nuestra mente, llegara a cuajar la idea de
hacernos… como mínimo sacerdotes; una jugada maestra y tranquilizadora para
ellas porque, de esa manera, tanto sus retoños como los familiares más cercanos
estarían un poquito más cerca del cielo. Por esta razón, a edad temprana, mi
madre me llevó de la mano a la sacristía, en donde me presentó a un joven sacerdote,
agradable y carismático, recién aterrizado en el pueblo para dar relevo a D.
Desiderio Peláez; allí, con confianza plena, me dejó bajo la tutela de D.
Dámaso Núñez (1926-2005), en lo que sería el inicio de una larga vida de
pastor de almas. Aquellos loables deseos de nuestras madres no llegaron a
fructificar en ninguno de nosotros pero, lejos de desanimarse, como madres
bercianas de fuerte y abierto carácter, supieron que deberíamos ser nosotros
mismos, para bien o para mal, los que tomásemos las riendas de nuestras vidas.

Un joven y sonriente sacerdote lleno de energía, D. Dámaso, recién llegado a Cacabelos
en 1963, sentado en su flamante e inseparable vespa y flanqueado
por unos cacabelenses encandilados por su personalidad, entre los que podemos
identificar a un joven Carlos Balboa y a Varito junto a su
hermana Celina, ambos reunidos con él en el otro lado.
Durante mis cuatro años como monaguillo, consideré
la iglesia donde nos hallamos como propia. Entre la puerta de este templo y la
de mi casa no había más de treinta metros y, resultaba reconfortante, pasar de
una a otra como si fueran una sola, dando por hecho que ambos lugares formaban
parte de mi diminuto e incipiente patrimonio.
Antigua sede de Correos, actualmente lavandería,
en una fotografía de principios de los 60; en su parte alta fue mi casa durante
décadas y, como veis, más cerca de la iglesia no se podía estar.
El reducido cosmos, generado en el interior de
mi casa junto a mis padres y hermana, experimentó, a los pocos meses de haberme
adentrado en la vicaría, una súbita expansión, un big bang en mi
consciencia donde, de forma natural, unos nacientes y rígidos límites se vieron
desplazados por otros más elásticos y de mayor amplitud. En ese despertar,
además de D. Dámaso, tuvieron mucha culpa mis compañeros veteranos
sacristanes, entre los que destacaría a los hermanos Coca, tanto Luis
(1952 -2020), fallecido hace pocos años, como Paco. Para integrarnos, definitivamente,
entre los curtidos y avezados escolanos, teníamos que superar y padecer unas
pruebas de confianza: las que fueron mis primeras novatadas. Recuerdo que, en una
de ellas, bajo el cachondeo y la disimulada sonrisa de los veteranos, nos cargaban
a las espaldas un gran saco de tela vacío que, por el camino natural que había tras
la iglesia, nos iban rellenando con piedras de gran tamaño al grito de uno de
los veteranos...¡biobardo al saco!; el propósito, eso nos decían, era dar
caza con aquellos pedazo calollos[i] a unos fantásticos
animales, listos y escurridizos, por nombre biosbardos en Galicia y
gamusinos en otras regiones.

Vestidos
de gala posan para el fotógrafo la generación de monaguillos anterior a la
nuestra, probablemente hacia 1963, en la transición de D. Desiderio a D.
Dámaso. De izquierda a derecha y de arriba abajo: Roberto Carretón,
Luis Coca, su hermano Paco y Luis Raimóndez el mágico
futbolista que nos hizo pasar tantas tardes de gloria con la Unión.
Superadas las inocentadas, cuya finalidad no
era otra que conocernos mejor y crear familiaridad por la vía rápida, los
hermanos Coca se convirtieron en mis mentores, en una parte de mi
familia, los que me enseñaron buena parte de la liturgia de los actos
religiosos: a decir frases en latín respondiendo al cura sin conocer su
significado; a ejercer la ardua tarea de tocar las campanillas en los momentos precisos;
a controlar el deseo, durante la comunión en la misa, de saludar a los
comulgantes, amigos o familiares, con uno o varios toques disimulados de la plateada
patena bajo su barbilla, lo que podría derivar en incontenibles ataques de risa
y, lo que sería peor… el efecto contagio entre los asistentes; a resistir una
mayor tentación que la anterior por el castigo o reprimenda que conllevaba: la
de propinarle, ocasionalmente…chupitos o chupinazos a la seductora y peligrosa botella
de vino dulce que nuestro querido párroco, profundo conocedor de
las flaquezas humanas como buen sacerdote, creía segura
y a salvo de cualquier ataque inesperado y guardaba, con celo, pero
ingenuamente, en uno de los armarios de la sacristía; etc, etc.
 |
La Iglesia Santa María,
tal como era durante mis años de monaguillo en una fotografía de 1958. |
En los
momentos de asueto o de lluvia persistente, la que nos impedía disfrutar de las
frecuentes pachangas de futbol en el sagrao, D. Dámaso nos
agudizaba el ingenio con emocionantes partidas de ajedrez, el juego que
predominaba en la sacristía; naturalmente, siempre ganaba y, en su evidente
euforia, nos amenizaba aquellas inolvidables danzas de piezas sobre el tablero,
entonando, bien silbando o tarareando, una canción que Dean Martin convirtió
en muy popular a través de la radio y que llevaba por título Arrivederci
Roma.
Las
soleadas tardes se nos pasaban volando con improvisados partidos. Resultaba
curioso que, en nuestras ansias por introducir el balón entre las piedras con las
que marcábamos un simulacro de portería, no sintiéramos ningún dolor cada vez
que nuestras rodillas se desollaban contra la áspera tierra del sagrao;
en aquellas circunstancias el orgullo se imponía al padecimiento. Otra cosa
distinta era cuando, una vez finalizada la contienda, al regresar a casa,
nuestra madre, zapatilla en mano, nos cambiaba el color de nuestras tiernas y
sensibles posaderas para, acto seguido, y con suma delicadeza, curarnos con
mercromina las sangrantes heridas; heridas que, posteriormente, exhibíamos orgullosamente
ante los compañeros de escuela y amigos como si fueran… condecoraciones de
guerra.

La generación de
monaguillos, un año antes de dar el salto al bachillerato, que reemplazó a la
de los hermanos Coca, alrededor de 1966. En la foto, arropados por D. Manuel, un excelente sacerdote que alegraba
el ambiente de la liturgia tocando el armonio de la iglesia figuran, de
izquierda a derecha: José Luis Alba, nuestro recordado Luis Alba,
el cura D. Manuel, Manolo (Lizáfaro), un servidor y
Manolo Alba.
El niño que fui durante mis servicios de acólito
recuerda con agrado el momento más fascinante del año: el que se inicia el Domingo
de Ramos, con la primera fastuosa procesión. Podía percibirse el júbilo de
la gente en su luminosa sonrisa, sobre todo la que se reflejaba en el rostro de
los más pequeños. Tradicionalmente, era el obligado día de estrenar algo, con
frecuencia unos relucientes zapatos adquiridos en La Carretona. En esta
procesión, mis ojos quedaban encandilados cuando, al unísono, los asistentes elevaban
al cielo una plétora de hojas de laurel, mimosa, romero y olivo con el
propósito, pensaba yo, de que les llegara el mayor número posible de gotas de
agua bendita, por considerar que quedarían más bendecidos que los que hubieran recibido
una menor cantidad. Me llamaba la atención la mecánica de la aspersión en la
cual, después de sumergir el hisopo en el acetre o recipiente del agua bendita,
el sacerdote, gracias a un rápido movimiento del codo, hacía que las gotas saliesen
despedidas a gran velocidad a través de unos pequeños orificios y se depositasen,
tanto en las hojas al viento, como en los rostros de los que sujetaban los ramos.
Nosotros, que estábamos al lado y que portábamos el acetre,…¡éramos los que
quedábamos más bendecidos!.
 |
Procesión
de Domingo de Ramos de 2005 |
Tras unos días de tranquilidad, llegaba el Jueves
Santo, la jornada en la que se iniciaba el llamado Triduo Pascual y que
finalizaba el Domingo de Resurrección; ese periodo lo conformaban continuos
y variados oficios en los que se desplegaba una admirable liturgia repleta de suntuosos
ornamentos: mantos, sayas de terciopelo y vistosas vestimentas, tanto en las
figuras de los pasos como en los colaboradores eclesiásticos, confeccionadas a
base de brocados que, dábamos por hecho, habían sido entrelazados con hilos de
plata y oro auténtico. A ello se unía el olor a incienso… y cera derretida procedente
de multitud de velas encendidas en el interior del ábside románico, circunstancia
que acrecentaba, todavía más, aquella atmósfera de solemnidad y respeto.
Era nuestra responsabilidad controlar que aquellas
velas acabasen con la mecha ennegrecida, prueba fehaciente de haber cumplido con
lo encomendado por los exigentes parroquianos. Para unos críos recién salidos
del cascarón, aquellos momentos eran sin duda los más fascinantes y divertidos;
por primera vez en nuestras vidas, nos sentíamos orgullosos al desempeñar la meritoria
misión de vigilantes; para hacerlo bien, no nos quedaba otra que relevarnos
durante las comidas y, en nuestra impulsiva ansiedad, para no perdernos ni un segundo
de aquel excitante ambiente, abandonábamos la mesa al galope con la comida en
la boca, a efecto de retomar nuestra agradable y altruista labor.
En el Viernes
de Pasión, concurrían dos emocionantes procesiones que animaban a numerosos
vecinos a su participación. La más tempranera, la del Encuentro, daba
comienzo a las ocho de la mañana, a la cual llegábamos dormidos dado que estábamos
de vacaciones y no era normal madrugar tanto; la segunda, la del Santo
Entierro o del Silencio, la más tardía y concurrida. En la primera, se
dejaban ver sentidas lágrimas fluyendo por los rostros de algunos asistentes cuando
se escenificaba a un San Juanín - un San Juan de tamaño reducido-,
desplazándose al trote al encuentro de la Virgen María, para notificarle
el demoledor mensaje del apresamiento e inminente ejecución de su Hijo. Entonces,
no caí en la cuenta de que, cada año, se producía un verdadero milagro en el
escenario del Encuentro, cuando el paso de San Juanín, tras el
fuerte meneo al que era sometido hasta hallar al de la Virgen, no acababa…
descuajeringándose por el camino.

El Encuentro entre el Nazareno, la Virgen
María y San Juanín en la procesión del mismo nombre, probablemente
en los años cincuenta.
Ya por la noche, antes de la procesión del Santo
Entierro, tenía lugar el Vía Crucis en el cual, dos de nosotros, acompañábamos
al sacerdote en un recorrido con paradas ante los pequeños retablos colgados alrededor
de las paredes de la iglesia y que representaban los últimos momentos de la
vida de Jesús. En este trayecto, nuestros ojos se deleitaban con cada
una de aquellas estaciones que, al asociarlas con las palabras con las que D.
Dámaso las describía, nuestra potente imaginación se activaba montándonos nuestra
particular película en la que su protagonista, Jesús de Nazaret, pese a
su triste final, acababa convirtiéndose en nuestro héroe.
Me
gustaría destacar el emotivo ambiente en el interior de la iglesia previo a la
procesión, donde la afluencia, mayoritariamente de mujeres comandadas por la
irrepetible voz de Mayita, entonaban sentidas y tristes, pero hermosas
canciones, mientras la comitiva de sacerdotes y monaguillos, vestidos de gala, caminaban
lentamente entre las volutas de humo blanco procedentes de la combustión del incienso,
generando un ambiente admirable por lo vistoso, y conmovedor por el sentimiento
de los asistentes.
La
Familia Peña a principios de los años sesenta con Mayita (Amalia
Barrio Raimóndez), a la derecha; la que, con su privilegiada voz, nos
deleitaba durante los dulces minutos que duraban sus canciones en los
acontecimientos religiosos más señalados.
Ya en medio de la procesión era un verdadero
espectáculo ver desfilar a cientos de devotos, aunque entonces sin la
indumentaria actual, bajo la luz de aquellas luminarias de cera, por unas calles
en la más absoluta obscuridad y bajo un silencio reverencial; un emocionante
espectáculo que quedaría grabado para siempre en nuestras candorosas memorias.
El Sábado de Gloria era el día de la alegría,
el del inicio de las mejores fiestas del mundo, aunque eso ya sería para otra
historia. Era el día en el que, en la medianoche, subíamos a tocar las campanas
balanceando el badajo de lado a lado hasta quedarnos literalmente sordos. Las
campanadas eran secundadas por una traca, que anunciaban, respectivamente, el
final feliz de la pasión más paradigmática de la historia del hombre y el
comienzo de unas memorables fiestas. Nos sentíamos extraños, pero a gusto, cuando
al bajar del campanario…. teníamos que hablarnos a gritos para poder oírnos.
Años más tarde, después de que las alforjas del
conocimiento se fueron llenando y las experiencias de vida ampliando, caí en la
cuenta de que, tal vez, solo tal vez, El Maestro, en sus últimos
momentos, haya querido dejar dos eternos mensajes para los corazones, que consiguen
ver más allá de las palabras: el primero, asociando su tormento a las
aflicciones que los mortales experimentan a lo largo de una vida, aquellas que
tan bien definió San Juan de la Cruz en el título de su poema Noche
oscura del alma; y el segundo, como si Jesús quisiera asociar
su muerte y resurrección al divino instante en el que el alma del sufriente ser
humano se trasforma, el momento en el que el espíritu sublima la materia, se
baja el telón, cruzamos la puerta y aparecemos en casa, en nuestro verdadero y añorado
hogar.
El Domingo de Pascua era el de mayor
bullicio del año, el día en el que El Bierzo entero se desplazaba a
nuestro pueblo. El día en el que nuestros sentidos se activaban al máximo,
desde el tempranero desfile de cabezudos hasta la noche de los espectaculares
fuegos que daba paso a nuestro Lunes de Pascua:...el día de la
festividad local de la Virgen De la Quinta Angustia, nuestra patrona. De
esa jornada apenas tengo recuerdos por estar separados los servicios de los
sacristanes en las dos iglesias; los asignados a Las Angustias tenían de
capellán a D. Antonio.
D. Antonio (derecha) acompañando a D. Dámaso en una celebración de la primera
comunión celebrada en 1965.
No obstante, recuerdo de ese día la impresionante
devoción con la que infinidad de fieles llegaban a la iglesia de rodillas, y
así, incluso, hacían el trayecto de la procesión alrededor del templo. Una
verdadera multitud se agolpaba en el interior de la iglesia, y otra de similar
cuantía permanecía en el exterior, bien porque había sido imposible el acceso
al Santuario, o esperando la traca de los ruidosos cohetes que marcaba
el final de la reina de las procesiones de la semana, y con la que se daba fin a
una Semana Santa inolvidable.
Mi madre Maruja
junto a D. Dámaso en la década de los noventa, aprovechando sus dotes de
modista para arreglar y vestir las imágenes de los diferentes pasos, en este
caso el de La Virgen de la Quinta Angustia en la Iglesia que
lleva su mismo nombre.
Los
asistentes a la procesión de un Lunes de Pascua, ya finalizada,
regresando del Santuario a la plaza, alrededor de 1950.
Para nosotros, pequeños aprendices de todo,
viviendo y saboreando apasionadamente cada instante de aquel mundo idílico,
solo nos quedaba el ilusorio consuelo de que, al año siguiente, en las mismas
fechas, con los mismos protagonistas, volveríamos a disfrutar de aquellos
momentos en idénticos decorados con los compañeros monaguillos de siempre.
Y aquí acaba el viaje al pasado al que os
invité al comienzo del pregón, con la esperanza de que os haya complacido; pero
no quisiera finalizarlo sin expresar mi infinita gratitud a las personas más
importantes de mi vida pues, sin ellos, no habría ninguna posibilidad de que me
encontrara hoy aquí tras este atril, delante de vosotros: a mi mujer Marina
y a mis hijos Nacho, Sergio y Clara; a Pilar, Alfredo
y Laura, último vínculo de amor en el pueblo tras la marcha de nuestra
madre y, a quienes nos sujetábamos con profundo agradecimiento, cada vez que
regresábamos en vacaciones. Y, finalmente, mis sinceras gracias al apuntador
personal de recuerdos y gran amigo Manolo Rodríguez, por sus fotos y
por su desinteresado asesoramiento con el que he podido enriquecer el texto
Y, SOBRE
TODO…
¡MUCHAS
GRACIAS A TODOS POR VUESTRA PACIENCIA Y ATENCIÓN!
¡Y A NUESTRA PATRONA,
LA VIRGEN DE LA V ANGUSTIA,
POR SU
PROTECCIÓN Y AMPARO!
¡¡¡
HASTA SIEMPRE!!!
[i] Acepción
lingüística local sinónimo de piedras grandes de río o cantos rodados