Óscar, tío de Valentina, lanzando caramelos a la puerta de la iglesia |
Los tiempos cambian que es una barbaridad, decía don Hilarión en «La verbena de la Paloma». Y lo afirmaba a finales del siglo XIX que es cuando se estrenó el popular sainete.
Si entonces cambiaban los tiempos rápidamente, qué podríamos decir ahora. Ahora los tiempos cambian a velocidad de vértigo. Los tiempos, las costumbres… Cuántas se han ido perdiendo en las últimas décadas. Algunas, con una existencia de siglos, las hemos visto desaparecer en cuestión de pocos años.
Ayer se despedía don Jesús en su última misa como párroco de Cacabelos y también con su último bautizo, el de Valentina, la segunda hija de Álvaro Juarros y Francisca Luna.
Lo más sorprendente para unos cuantos “veteranos” que estábamos apostados a las puertas del templo parroquial, fue el derroche de caramelos lanzados al aire por Sergio, el padrino de la nueva cristiana, y de Óscar, el tío paterno.
Revivimos viejas escenas de nuestra niñez cuando esperábamos ansiosos la salida del padrino en los bautizos de décadas atrás. No había bautizo sin caramelos, incluso se incluían en el regalo monedas: de cinco (perrachica) y diez céntimos (perrona) las más de las veces, de real y dos reales en contadas ocasiones y, en contadísimas ocasiones, caía del cielo una peseta (0’006 euros). Este último tenía que ser ya un bautizo de postín.
Sergio, el padrino, vaciando de caramelos la cestilla |
No pocas veces surgían golpes y peleas por un quítame allá una perrona (diez céntimos de peseta). Si eras pequeño y a la espera estaban algunos mozalbetes, te podías dar por satisfecho si atrapabas algún caramelo.
Jimena, la madrina, repartiendo en la puerta |
Las monedas se jugaban inmediatamente en los soportales de la Plaza: unas a caras y cruces, otras siendo lanzadas a la proximidad de unos rebajes que se sucedían en el antiguo piso de cemento: la que caía en él o quedaba más próxima era la vencedora y se llevaba el resto de participantes.
Los más hábiles llegaban a juntar hasta una peseta o más a base de ir ganando monedas de cinco o diez céntimos. Entonces llegaba el momento del premio mayor: podía ir a Casa de Guerra a comprar una peseta de galletas partidas, ese era el premio gordo.
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