lunes, 9 de marzo de 2015

Se asoma a mi ventana Pepe Couceiro con "Una nueva perspectiva"



MEMORIAS DE OTRO TIEMPO:
UNA NUEVA PERSPECTIVA.
Por Pepe Couceiro
El paso de la infancia a la adolescencia nos mostraba un nuevo y particular enfoque del mundo, radicalmente diferente al que dejábamos atrás. En esta nueva perspectiva era incuestionable la influencia de la revolución hormonal de nuestro cuerpo pero también las experiencias acumuladas de la etapa anterior con sus valiosos aprendizajes. Como resultado, cada uno de nosotros, chico o chica, afrontábamos la etapa adolescente con la posibilidad, por primera vez en nuestra vida, de interactuar dentro de nuestros mundos con una libertad inimaginable hasta ese momento.
La finalización de los estudios escolares daba paso al bachillerato y eso suponía, para las generaciones anteriores a la nuestra, salir a estudiar a colegios religiosos fuera del pueblo, a veces muy lejanos. La creación del flamante Instituto de Enseñanza Media impidió buena parte de la diáspora de nuestra generación, siempre con alguna excepción. El deporte, las clases de gimnasia, los exámenes, las notas y las relaciones de amistad y rivalidad llenaron nuestra vida durante un periodo que duró seis años. 
Alumnos del Instituto por Andalucía en 1973


1-Santi Nistal, 2-Mary La Carraca, 3- Rogelia, 4-Sagrario Remacha, 5-Chelo, 6-Ángel, 7-Chefis, 8-M. Ángeles, 9-Inés de Quilós, 10-Marisol, 11-Francisco Mate, 12-Beatriz, 13-Guadalupe Martínez, 14-Antonio Alija, 15-Pepe Couceiro?, 16-Pilar, 17-Pili (Litán), 18-¿?, 19-Antonio Cascallana, 20-Jesús, 21-Nelly de Quilós, 22-Leocadia, 23-Rosi (La Churrera), 24-Marta (Machín), 25-M. Carmen (Gato), 26-Raquel, 27-Luis, 28-Beatriz, 29-Gonzalo Cabezas?, 30-M. Carmen (Carbón), 31-Domingo, 32-Hipólito Basante, 33-Josefa ¿?, 34-¿?, 35-¿?



Comenzamos a percibir unas nuevas y extrañas emociones cuando entrábamos en contacto con personas del sexo contrario. A partir de ese momento y durante muchas décadas nuestra vida comenzaría a girar sobre esas sensaciones que se irían arraigando con el paso del tiempo.
Ajenos a esos inconscientes cambios en nuestra personalidad seguíamos maravillándonos por todo lo que acontecía a nuestro alrededor, como la llegada de la vendimia. Este acontecimiento era el preludio de un sustancial cambio en el color, olor y sabor del pueblo. El natural final del ciclo de las plantas tras el verano transformaba el paisaje en una acuarela con sus dominantes tonos amarillos y ocres, mientras que la luz se iba extinguiendo en cada atardecer. El transporte de la uva hasta la cooperativa o hacia las numerosas bodegas diseminadas por todo el pueblo se realizaba en carretas acarreadas por vacas con su correspondiente arreador. Los carros de madera eran revestidos interiormente con una lona para impedir el derrame del mosto. A pesar de ello era  inevitable que, en ocasiones, parte del mismo se acabara fundiendo con el asfalto, liberando el inconfundible y característico olor que impregnaba cada rincón del pueblo. La recogida de la uva no solo era especial por unos ingresos que venían muy bien a las maltrechas finanzas familiares, sino por la infinidad de anécdotas y connotaciones sociales que giraban a su alrededor, como el ambiente del gentío congregado a primera hora de la mañana en lo que es hoy la plaza del vendimiador, aspirando a formar parte de una de las “cuadrillas” de vendimiadores; las singulares relaciones de amistad que se establecían entre los miembros de esas cuadrillas después de días de convivencia y duro trabajo; los inconfundibles sonidos que salían de las bodegas, producidos por los incesantes vaivenes que dos forzudos operarios ejercían sobre la palanca de la prensa para extraer el preciado mosto; el irresistible impulso de “asaltar” alguno de los carros en marcha con el fin de conseguir un raquítico racimo que luego saboreábamos con sumo placer, etc.

La frenética actividad de la vendimia se repetía diariamente. Esta instantánea de hace cuatro décadas refleja el ambiente en el entorno de la cooperativa.

Tras la vendimia, la máxima expresión del otoño llegaba con el “magosto”. Ese día los amigos nos reuníamos en un guateque en el que, además de la música, los protagonistas eran los frutos secos de temporada que degustábamos al lado de una cálida hoguera. Nos “poníamos buenos” a base de garrapiñada, patatas y castañas asadas, chorizos, queimada, etc. En ese ambiente festivo nuestros lazos de amistad se afianzaban y, sin mediar palabra, al finalizar la jornada, quedábamos emplazados para volver a celebrarlo el año próximo.
Además del frío, uno de los indicios de que el crudo invierno se había presentado eran las pequeñas hogueras que se encendían a lo largo de todas y cada una de las travesías. Era realmente un espectáculo hipnotizador observar, en las calles en penumbra, e incluso con la noche bien cerrada, todos esos puntos luminosos producidos por las llamas. El cuidador de cada fogata esperaba a que los sarmientos secos se convirtieran en pequeñas brasas que luego, con una pala y una escoba de brezo, se recogían en pequeños braseros que se cubrían con una rejilla metálica y se introducían bajo la siempre peculiar mesa camilla. En aquellos tiempos, era la manera más económica y también la más peligrosa de caldear las, ya de por sí, gélidas casas.
Cuando la pascua se acercaba era absurdo intentar calmar la agitación de nuestros corazones. Imaginábamos que tras la Semana Santa llegarían las fiestas más importantes del pueblo por cantidad de gente, atracciones, eventos festivos, estallidos de fuegos artificiales y viajes en los coches “de choque” que para muchos se convertían en auténticos “fórmula 1”. El estruendo de las campanas de las iglesias y la detonación de las llamadas “bombas” en la medianoche del Sábado de Gloria nos transportaba a un extraordinario universo que tardaríamos tres días en abandonarlo. En pleno bullicio de gente y ruido comenzaba el “correcalles” detrás de una  banda que ya considerábamos como nuestra. Sentíamos un orgullo especial por aquella agrupación de maravillosos músicos que nos deleitaban año tras año con sus memorables conciertos en la Plaza Mayor. Al día siguiente el atrayente sonido de la misma banda recorriendo nuestras calles nos hacía levantarnos más pronto de lo habitual y, con los ojos todavía “pegados”, contemplábamos su extraordinario dominio de marcar el paso al son de su armoniosa música. 
El domingo de Pascua estaba tan repleto de actividades que no sabíamos a cuál acudir, pero lo irrenunciable era la sesión doble cinematográfica “echaran” lo que “echaran”, aunque casi siempre, sin ver los carteles anunciadores, acertábamos al afirmar que una de ellas era de “romanos” o del “oeste”. También era un día de celebración con invitados familiares reunidos alrededor de una mesa repleta de las mejores viandas del año en un ambiente de alegría, optimismo y armonía. 
Resultaba estremecedor contemplar en el lunes de Pascua la devoción que se percibía por nuestra Patrona. Con independencia de las creencias de cada uno, ese día era considerado especial por la mayoría y, tanto la iglesia de Las Angustias como sus jardines aledaños, se abarrotaban de gente para participar en la bella, estridente y sobrecogedora procesión.
Con la salida del “toro”, en las primeras horas de la madrugada del miércoles, unas fiestas inolvidables tocaban a su fin. El regreso al instituto era inevitable pero tampoco nos importaba en exceso ya que, a la vuelta de la esquina, teníamos las vacaciones más largas del año. A esas edades lo pasábamos bien en cualquier época, pero los veranos eran especiales porque lo tenían todo para disfrutar con plenitud las veinticuatro horas del día, por eso, recordando esos meses mágicos con la perspectiva del tiempo, muchos de nosotros podríamos definirlos certeramente como “los mejores veranos del mundo”.

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