MEMORIAS DE OTRO TIEMPO:
UNA NUEVA PERSPECTIVA.
Por Pepe Couceiro
El paso de la infancia
a la adolescencia nos mostraba un nuevo y particular enfoque del mundo,
radicalmente diferente al que dejábamos atrás. En esta nueva perspectiva era
incuestionable la influencia de la revolución hormonal de nuestro cuerpo pero
también las experiencias acumuladas de la etapa anterior con sus valiosos
aprendizajes. Como resultado, cada uno de nosotros, chico o chica, afrontábamos
la etapa adolescente con la posibilidad, por primera vez en nuestra vida, de
interactuar dentro de nuestros mundos con una libertad inimaginable hasta ese
momento.
La finalización de los
estudios escolares daba paso al bachillerato y eso suponía, para las
generaciones anteriores a la nuestra, salir a estudiar a colegios religiosos
fuera del pueblo, a veces muy lejanos. La creación del flamante Instituto de
Enseñanza Media impidió buena parte de la diáspora de nuestra generación, siempre
con alguna excepción. El deporte, las clases de gimnasia, los exámenes, las
notas y las relaciones de amistad y rivalidad llenaron nuestra vida durante un
periodo que duró seis años.
Alumnos del Instituto por Andalucía en 1973 |
1-Santi Nistal, 2-Mary La Carraca, 3- Rogelia, 4-Sagrario Remacha,
5-Chelo, 6-Ángel, 7-Chefis, 8-M. Ángeles, 9-Inés de Quilós, 10-Marisol,
11-Francisco Mate, 12-Beatriz, 13-Guadalupe Martínez, 14-Antonio Alija, 15-Pepe
Couceiro?, 16-Pilar, 17-Pili (Litán), 18-¿?, 19-Antonio Cascallana, 20-Jesús,
21-Nelly de Quilós, 22-Leocadia, 23-Rosi (La Churrera), 24-Marta (Machín),
25-M. Carmen (Gato), 26-Raquel, 27-Luis, 28-Beatriz, 29-Gonzalo Cabezas?, 30-M.
Carmen (Carbón), 31-Domingo, 32-Hipólito Basante, 33-Josefa ¿?, 34-¿?, 35-¿?
Comenzamos a percibir
unas nuevas y extrañas emociones cuando entrábamos en contacto con personas del
sexo contrario. A partir de ese momento y durante muchas décadas nuestra vida comenzaría
a girar sobre esas sensaciones que se irían arraigando con el paso del tiempo.
Ajenos a esos inconscientes
cambios en nuestra personalidad seguíamos maravillándonos por todo lo que
acontecía a nuestro alrededor, como la llegada de la vendimia. Este
acontecimiento era el preludio de un sustancial cambio en el color, olor y
sabor del pueblo. El natural final del ciclo de las plantas tras el verano
transformaba el paisaje en una acuarela con sus dominantes tonos amarillos y ocres,
mientras que la luz se iba extinguiendo en cada atardecer. El transporte de la
uva hasta la cooperativa o hacia las numerosas bodegas diseminadas por todo el pueblo
se realizaba en carretas acarreadas por vacas con su correspondiente arreador.
Los carros de madera eran revestidos interiormente con una lona para impedir el
derrame del mosto. A pesar de ello era inevitable que, en ocasiones, parte del mismo
se acabara fundiendo con el asfalto, liberando el inconfundible y
característico olor que impregnaba cada rincón del pueblo. La recogida de la
uva no solo era especial por unos ingresos que venían muy bien a las maltrechas
finanzas familiares, sino por la infinidad de anécdotas y connotaciones
sociales que giraban a su alrededor, como el ambiente del gentío congregado a
primera hora de la mañana en lo que es hoy la plaza del vendimiador, aspirando a
formar parte de una de las “cuadrillas” de vendimiadores; las singulares
relaciones de amistad que se establecían entre los miembros de esas cuadrillas después
de días de convivencia y duro trabajo; los inconfundibles sonidos que salían de
las bodegas, producidos por los incesantes vaivenes que dos forzudos operarios ejercían
sobre la palanca de la prensa para extraer el preciado mosto; el irresistible
impulso de “asaltar” alguno de los carros en marcha con el fin de conseguir un
raquítico racimo que luego saboreábamos con sumo placer, etc.
La
frenética actividad de la vendimia se repetía diariamente. Esta instantánea de
hace cuatro décadas refleja el ambiente en el entorno de la cooperativa.
Tras la vendimia, la
máxima expresión del otoño llegaba con el “magosto”. Ese día los amigos nos
reuníamos en un guateque en el que, además de la música, los protagonistas eran
los frutos secos de temporada que degustábamos al lado de una cálida hoguera.
Nos “poníamos buenos” a base de garrapiñada, patatas y castañas asadas, chorizos,
queimada, etc. En ese ambiente festivo nuestros lazos de amistad se afianzaban
y, sin mediar palabra, al finalizar la jornada, quedábamos emplazados para volver
a celebrarlo el año próximo.
Además del frío, uno de
los indicios de que el crudo invierno se había presentado eran las pequeñas
hogueras que se encendían a lo largo de todas y cada una de las travesías. Era
realmente un espectáculo hipnotizador observar, en las calles en penumbra, e
incluso con la noche bien cerrada, todos esos puntos luminosos producidos por
las llamas. El cuidador de cada fogata esperaba a que los sarmientos secos se
convirtieran en pequeñas brasas que luego, con una pala y una escoba de brezo,
se recogían en pequeños braseros que se cubrían con una rejilla metálica y se
introducían bajo la siempre peculiar mesa camilla. En aquellos tiempos, era la
manera más económica y también la más peligrosa de caldear las, ya de por sí, gélidas
casas.
Cuando la pascua se
acercaba era absurdo intentar calmar la agitación de nuestros corazones. Imaginábamos
que tras la Semana Santa llegarían las fiestas más importantes del pueblo por
cantidad de gente, atracciones, eventos festivos, estallidos de fuegos
artificiales y viajes en los coches “de choque” que para muchos se convertían
en auténticos “fórmula 1”. El estruendo de las campanas de las iglesias y la
detonación de las llamadas “bombas” en la medianoche del Sábado de Gloria nos
transportaba a un extraordinario universo que tardaríamos tres días en abandonarlo.
En pleno bullicio de gente y ruido comenzaba el “correcalles” detrás de una banda que ya considerábamos como nuestra.
Sentíamos un orgullo especial por aquella agrupación de maravillosos músicos que
nos deleitaban año tras año con sus memorables conciertos en la Plaza Mayor. Al
día siguiente el atrayente sonido de la misma banda recorriendo nuestras calles
nos hacía levantarnos más pronto de lo habitual y, con los ojos todavía “pegados”,
contemplábamos su extraordinario dominio de marcar el paso al son de su armoniosa
música.
El domingo de Pascua
estaba tan repleto de actividades que no sabíamos a cuál acudir, pero lo
irrenunciable era la sesión doble cinematográfica “echaran” lo que “echaran”,
aunque casi siempre, sin ver los carteles anunciadores, acertábamos al afirmar
que una de ellas era de “romanos” o del “oeste”. También era un día de celebración
con invitados familiares reunidos alrededor de una mesa repleta de las mejores
viandas del año en un ambiente de alegría, optimismo y armonía.
Resultaba estremecedor
contemplar en el lunes de Pascua la devoción que se percibía por nuestra
Patrona. Con independencia de las creencias de cada uno, ese día era
considerado especial por la mayoría y, tanto la iglesia de Las Angustias como
sus jardines aledaños, se abarrotaban de gente para participar en la bella,
estridente y sobrecogedora procesión.
Con la salida del “toro”,
en las primeras horas de la madrugada del miércoles, unas fiestas inolvidables
tocaban a su fin. El regreso al instituto era inevitable pero tampoco nos
importaba en exceso ya que, a la vuelta de la esquina, teníamos las vacaciones
más largas del año. A esas edades lo pasábamos bien en cualquier época, pero
los veranos eran especiales porque lo tenían todo para disfrutar con plenitud las
veinticuatro horas del día, por eso, recordando esos meses mágicos con la
perspectiva del tiempo, muchos de nosotros podríamos definirlos certeramente
como “los mejores veranos del mundo”.
El 1 es Pascual, creo que era de Espanillo.
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