Los terribles llantos, los más desgarradores ¡aaayyyy! y los profundos suspiros rompían la oscura y silenciosa noche cacabelense. Cientos de desconsoladas viudas, estremecedoras plañideras y algún viudo, recorrían sus calles tras una fúnebre carroza. Una enorme sardina plateada emitía desde su interior los tenues reflejos de los cirios adosados a sus lados. El cura oficiante y su acólito dirigían conmovedoras oraciones desde el pescante.
Al fin el cortejo llegaba a las inmediaciones del río Cúa. A sus aguas, entre los desgarrados gritos de dolor, era arrojada la sardina para iniciar su último viaje hasta el océano Atlántico.
Las penas son enfermedades del alma, pero esos cuerpos desconsolados necesitaban saciar sus necesidades a pesar del dolor padecido.
Todos los asistentes regresaban meditabundos a la Plaza Mayor. Allí les esperaban centenares de sardinas recién asadas para ayudar a reponerse del esfuerzo físico de la caminata. El tinto mencía berciano a repartir también ayudaba a olvidar un poco las penas recientemente vividas.
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