MEMORIAS DE
OTRO TIEMPO: Las primeras vivencias
José Francisco Couceiro López
Como si un viaje a través de un “túnel del tiempo” se
tratara, pasábamos de nuestro inconsciente nacimiento a la infancia en un
“abrir y cerrar de ojos”. Esa etapa llegaba con una particular percepción de
nuestro pueblo al que otorgábamos una dimensión física infinita y donde, a
medida que nuestros sentidos se desarrollaban, observábamos una verdadera
amalgama de barrios, calles, familias y personas diferentes entre sí. Nuestro
mundo, compuesto inicialmente por familiares se ampliaba poco a poco a amigos que
vivían en casas cercanas a las nuestras. Ampliar las fronteras de ese mundo más
allá de unas pocas calles era complicado, sobre todo si se trataba de barrios
diferentes entre los cuales y desde tiempos pretéritos existían unas
diferencias tribales irreconciliables que en ocasiones se dirimían en
auténticas batallas campales. A esa edad nosotros no éramos conscientes de esos
enfrentamientos que conoceríamos años más tarde.
Cada día, al descender sobre el inexplorado territorio de la
calle, nos encontrábamos, sin esperarlo, con un mundo de aventuras, juegos y
nuevos descubrimientos que compartíamos con nuevos amigos. En un improvisado
“campo de futbol” enfrente de la sacristía de la iglesia, conocido por aquel
entonces por “El Sagrao”, disputábamos emocionantes partidos frecuentemente
interrumpidos por los inoportunos “embarques” de la pelota en alguno de los
balcones cercanos o porque el portero, en un alarde de intrepidez y/o chulería,
se tiraba al suelo como si de un mullido colchón se tratara; todo por atrapar
el balón antes de que entrara en la portería y recibir, por parte de sus
compañeros de equipo, las alabanzas que tal hazaña merecía.
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En la foto se ven las "lanzas" de la verja a las que alude Pepe |
De todas las
situaciones, la menos deseable se originaba cuando el juego se detenía
definitivamente al quedar el balón ensartado a modo de “pincho moruno” en una
de las lanzas que rodeaban el “atrio” de la iglesia. Si la pelota era de goma
el desencanto se limitaba a parar el partido antes de tiempo, pero si el balón
era de reglamento, auténtico lujo de aquellos tiempos, a la decepción de dejar
de jugar se unía el dolor de esa pérdida, que sobretodo reflejaba la cara de su
dueño.
En mitad de los juegos o partidos siempre aparecía la
maravillosa figura del “ángel avituallador” en forma de nuestra madre bocadillo
en mano llevándonos la merienda, indispensable refrigerio a media tarde para
poder llegar hasta la cena. Muchas de las veces el relleno consistía en media
libra del popular chocolate “La Mina” que sobresalía ostensiblemente fuera del
pan que la envolvía.
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Maruja, la madre de Pepe, repartiendo la merienda |
Imagen captada en “El Sagrao” de la
iglesia en el año 1966, posiblemente por mi tío Diego Vizcaíno. Representa una de las escenas habituales de
aquellos años en cualquier calle o barrio de nuestro pueblo: el dulce momento
en el que una madre se acerca y reparte merienda para todos. Durante décadas
los más jóvenes pasábamos horas y horas en la calle jugando con los amigos sin
descanso, compartiendo alegrías y también decepciones, las cuales nos iban
forjando para afrontar el futuro.
El
mayor torrente de emociones llegaba con la Navidad que comenzábamos a disfrutarla
varios días antes de su inicio, desde el momento en los que algunos escaparates
de la plaza se llenaban de juguetes. Nuestras visitas para contemplar una y
otra vez el maravilloso espectáculo eran casi constantes, y delante de ellos,
con la nariz pegada al cristal, el tiempo se paraba y el presente se hacía
infinito. Con nuestra imaginación a plena potencia elegíamos, sin parar, un
juguete tras otro hasta acabar con todos los que nos gustaban. La excitación navideña duraba hasta el día de
reyes, el momento mágico por excelencia de nuestras incipientes vidas y que,
además, culminaba unas fiestas repletas de sensaciones irrepetibles y que,
además, quedaban marcadas a fuego en nuestra memoria. Lo “malo” venía después,
cuando comenzaban las clases en la escuela. A esa edad nunca hubiéramos sospechado
que eran precisamente esos contrastes los que, sin saberlo, nos harían apreciar
y disfrutar los momentos más esperados del año.
Fotografía del principal escenario
donde desplegábamos nuestros juegos y testigo de la mayor parte de las
imborrables emociones que experimentamos en nuestra niñez.