La Iglesia Parroquial en la actualidad. Foto: José Luis López. |
LUGARES
EMBLEMÁTICOS DE NUESTRO PUEBLO Y ALREDEDORES
7.
La Iglesia Parroquial
Por
Pepe Couceiro
Según cuenta la
historia rescatada del baúl del tiempo por nuestros insignes historiadores
cacabelenses, la primera noticia que se tiene del término Cacabelos data del
siglo X; posteriormente, el arzobispo de Santiago erige la iglesia de Santa
María en el siglo XII, con el ábside formando parte de su cuerpo central. Este
pequeño templo románico se constituiría en el epicentro desde el cual se inicia
el crecimiento y desarrollo del pueblo. El resultado de innumerables transformaciones desde tiempos remotos es
el edificio actual, en el que solo ha permanecido desde sus orígenes el mencionado
ábside.
Tras este breve preámbulo os propongo realizar
un viaje en el tiempo, imaginándonos en el interior de una máquina en la que solo
tenemos que ajustar la fecha, pulsar un botón y efectuar de forma inmediata el
salto temporal. Al ser la primera vez, nuestro recelo hace que nos traslademos
a un humilde destino, por ejemplo, a la última década del siglo XIX en las
cercanías de nuestra iglesia. En décimas de segundo aparecemos en medio de una calle
empedrada comprobando que se trata de la calle Santa María, con la iglesia al fondo, con diferencias importantes
en relación a la actual, pero conservando su fastuoso ábside. En un plano más
cercano percibimos un pintoresco carro de época en el cual dos personas parecen
haberse percatado de nuestra presencia y, justo a la derecha, nos fijamos en un
local con banderita blanca, inconfundible distintivo con el que eran y siguen
siendo reconocidas las bodegas que venden vino y que, a buen seguro, no debía
ser la única presente en el pueblo.
Nos subimos de nuevo a nuestra asombrosa nave
temporal y esta vez elegimos el destino en el año 1906 para por mera curiosidad
conocer cómo era la vida de nuestros antepasados en el mismo entorno físico que
nos ocupa. De repente, nos encontramos con un luminoso día de feria. Embargados
por la escena que se despliega ante nuestros ojos, comenzamos a describirla con
premura y máximo detalle antes de que se desvanezca. Nos llama la atención en
primer lugar el atrio de la iglesia situado a nuestra derecha, constatando lo
poco que ha cambiado en más de un siglo; un sagrao
repleto de gente y animales, como mandan los cánones de un humilde recinto
ferial; a nuestra izquierda se levanta un inmueble que, más de un decalustro después,
se convertirá en la casa donde viví una prolongada etapa de mi vida y, al fondo,
reparamos en un edificio de mayor envergadura que, con el paso de los años, acabaría
transformándose en la casa de mis tíos. Antes de salirnos de la escena nos
fijamos en una señora de mediana edad portadora de un cesto de mano que parece observarnos
atentamente y que, ataviada con la indumentaria de la época, da la impresión de
tener el mismo propósito que los demás, vender el mayor número productos con
los que ha llenado el mego que la
acompaña y regresar lo antes posible a su casa con él vacío.
Bella escena de un soleado día de feria de 1906, con el atrio a la derecha y un sagrao repleto de gentes y de animales de carga. Foto: Manuel Rodríguez. |
Ajustamos un nuevo destino y nos desplazamos a
la prodigiosa década de los 60. En ella fui testigo de una historia vivida en
primera persona con el mismo decorado de fondo y que, sin más dilación, comienzo
a relataros.
La iglesia de la plaza, así identificábamos a
este espacio religioso en aquellos tiempos, se convirtió después de mi casa, en
mi principal refugio durante los años de infancia. La casa donde viví estaba
situada encima de la antigua sede de correos (ver foto) y enfrente del sagrao, desde el que podía acceder
directamente a la sacristía con lo que, para acudir a ejercer mis labores diarias
de monaguillo, solo tenía que cruzar la calle Santa María y presentarme delante
de un jovencito y recién estrenado sacerdote originario de Puebla de Trives
(Ourense) llamado D. Dámaso Núñez (https://www.diariodeleon.es/articulo/opinion/a-don-damaso-con-mi-recuerdo/20050307000000764606.html).
Una persona con sus defectos, como cualquiera,
pero cariñoso y respetuoso en el trato con todos, aspecto este del cariño del
que nunca estábamos suficientemente colmados a esa edad. Los que pasamos tanto
tiempo en su compañía lo conocimos bien, y precisamente por ello seguiremos
manteniéndolo para siempre en nuestra memoria (http://castroventosa.blogspot.com/2015/01/se-asoma-mi-ventanapepe-couceiro-con.html).
La importante decisión de introducirnos en aquellas
actividades, casi monacales, corría a cargo de nuestras queridas y admiradas madres
y, naturalmente, no cabía ninguna duda en su mente al desear lo mejor para sus
retoños, y que mejor y más noble aspiración para ellos que se fueran ganando el
cielo desde temprana edad, bien ayudando en misa, confesándose y comulgando
asiduamente, preparándose para la primera comunión mejor que nadie o participando
activamente en todos los eventos clericales.
Otra
instantánea de finales de los 60 de una de las numerosas veces en las que, un D. Dámaso agradecido, invitaba a sus numerosas
colaboradoras a un merecido chocolate con churros después de algún evento
religioso importante. Salvo por la presencia de nuestro párroco, se nota el poderío femenino del lugar. Pueden
reconocerse a una sonriente Dª. Elvira, Dª Pilar Peña, Berta Pombo, Terina,
Palomita, Tere la de Martín, Isabelita Ovalle, Olguita, Tere (hermana de Toño
Balboa), Sita (hermana de Cruz), mis queridas y recordadas primas Mari Carmen (de
perfil, con gafas sujetando la jarra del chocolate, hermana de Pepe y Ana) y
Pili (la hija de Mero el cartero, con gafas oscuras), Tere (la hija de Miguel
de Paz) y Luciana, entre otras que no hemos podido identificar. Foto de autor
desconocido.
Salir de la zona de confort que suponía
nuestra casa y tomar tierra en otro mundo tan diferente, produjo un importante
beneficio a nuestras todavía inmaduras mentes. Siendo
ayudantes de D. Dámaso, tuvimos
que comenzar a relacionarnos con personas ajenas al entorno familiar, descubriendo
diferentes y a veces diametralmente opuestos puntos de vista en relación a los
nuestros, situación incómoda que tuvimos que aprender a digerir y luego llegar
a comprender; percibir, por primera vez, el agrio sabor de las derrotas en aquellos
disputados pero entretenidos juegos de mesa en los que pasábamos el tiempo
muerto en el interior de la sacristía; afrontar con dignidad las novatadas a
las que los monaguillos más veteranos nos sometían como obligada e ineludible
tradición y que nos exigió agudizar y poner en máxima alerta nuestros
adormecidos cinco sentidos y, por último, disponer y responsabilizarnos del
primer dinerillo que llegaba a nuestros bolsillos cada domingo, cuando D.
Dámaso abría la hucha de las propinas acumuladas de la semana, fruto de
donaciones de unos pocos padrinos generosos de bodas y bautizos.
Vestidos de gala posan para el fotógrafo una
excepcional generación de monaguillos anterior a la nuestra, probablemente en
el año 1964. De izquierda a derecha y de arriba abajo: Roberto Carretón, Luis
Coca, su hermano Paco y Luis Raimóndez (Luso). Foto: Roberto Carretón.
Cuando llegó el
momento de la primera comunión ya llevábamos alguna ventaja sobre los demás.
Esto supuso poder impartir algunas de las clases de catequesis a los novatos (¡perdón
a todos los que tuvieron que sufrirme!). Recuerdo ese día como muy especial,
sobre todo, por aquel gozoso chocolate con churros con el que D. Dámaso nos
premiaba después de una excitante ceremonia.
A
pesar de disfrutar de los
juegos de mesa y de los singulares tarareos y silbidos con los que D. Dámaso
nos amenizaba las tardes en la sacristía, lo que más nos cautivaba era
participar en las procesiones, tocar las campanas (excepto para entierros e
incendios) o, con la llegada de la Semana Santa, asumir la responsabilidad de convertirnos
en insobornables guardianes de las velas que los fervorosos feligreses nos
entregaban con absoluta confianza para que las dispusiéramos en los bastidores
correspondientes e iluminaran cálidamente el lugar donde se había depositado al
Santísimo hasta su resurrección. Posteriormente, había que devolverlas
algo consumidas como incuestionable certeza de que habían sido empleadas para tal
sagrado fin.
La celebración del Corpus Christi era
un momento especial del año, sobre todo por lo que generaba alrededor de su preciosa
procesión que discurría encima de mullidas alfombras repletas de pétalos de
flores elaboradas con genuina devoción por los vecinos, componiendo un indescriptible
y bello paisaje de dibujos de vivos colores e intensos aromas. Todo ello
generaba una fascinante atmósfera en unos niños que no dejaban de sorprenderse
con aquellas fascinantes tradiciones que iban descubriendo día a día.
En esta foto desgastada por el tiempo se
contempla una escena que tuvo lugar en el sagrao
al paso de la procesión del Corpus y que merece el máximo respeto, al
menos el mismo que la gente profesaba a ese precioso día del mes de junio. De
izquierda a derecha: de rodillas, mi querido y añorado tío Pepe, D. Rafael (el
Chusco) junto a su nieto (mi primo Víctor) e hija (Gutis), en una calurosa tarde
de junio de 1965. En las mismas fechas y durante varios años, nuestras
apreciadas y valoradas cerezas se envasaban en los pequeños barriles que se ven
en la foto para ser enviadas a múltiples destinos. Foto: Gutis Couceiro.
Entre novenas, rosarios y misas teníamos
tiempo para echar algún partido de futbol, bien en el sagrado patatal enfrente de la sacristía o, si no llegábamos a un
mínimo de jugadores, echar una pachanguita en un terreno más cementado delante
del atrio, con el grave inconveniente de que, en cualquier momento, un
chupinazo mal dado o a lo loco podía dejar ensartado nuestro apreciado balón en
alguno de los puntiagudos barrotes de hierro que lo circundaban. Si teníamos suerte
el esférico iba directo a alojarse en alguno de los balcones cercanos, con el elevado
riesgo de quedarnos sin él temporalmente.
Un imperecedero atrio en los años 60 y 70, testigo de incontables partidos de futbol y de docenas de balones fenecidos |
A lo largo de su historia la iglesia fue un necesario
abrigo en el que se cobijaron gentes de buena voluntad de todas las edades y condiciones
sociales. Seres humanos extremadamente vulnerables en una constante búsqueda de respuestas
a los acontecimientos luctuosos que irrumpían y turbaban su existencia hasta
los límites de su resistencia y que, fuera de ese sagrado recinto, nadie podía
ofrecérselas. Al menos en este tranquilo y pacífico espacio podían y pueden meditar
en silencio sobre los problemas de la vida y, si uno quiere, reconfortarse con un
esperanzador mensaje sobre la trascendencia del alma llegado el momento del
óbito. Las personas que más he querido han pasado su vida y siguen haciéndolo entre
los muros de esta iglesia, prestándose en cualquier momento a ayudar en todo lo
que pudieran de forma desinteresada, y puedo atestiguar lo felices que fueron y
siguen siéndolo. Tal vez porque, algo en su interior les haya o les esté
proporcionando ese imprescindible equilibrio emocional que la mayoría
necesitamos para afrontar dignamente los envites de la vida, motivo suficiente
para tenerles el mayor de los respetos.
La iglesia en la actualidad desde otra perspectiva |
.
NOTA:
Mi sincero agradecimiento a las personas que me han ayudado a identificar a
muchos de nuestros vecinos presentes en las fotografías, especialmente a Manolo
Rodríguez y a su mujer María José, Lourdes Rodríguez, Francisco Coca, Roberto
Carretón y Pilar Couceiro. A José Antonio Balboa por ajustarme los siglos a una
mayor realidad.
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