jueves, 23 de enero de 2020

LUGARES EMBLEMÁTICOS DE NUESTRO PUEBLO Y ALREDEDORES 7. La Iglesia Parroquial


La Iglesia Parroquial en la actualidad. Foto: José Luis López.



LUGARES EMBLEMÁTICOS DE NUESTRO PUEBLO Y ALREDEDORES

7. La Iglesia Parroquial

Por Pepe Couceiro

Según cuenta la historia rescatada del baúl del tiempo por nuestros insignes historiadores cacabelenses, la primera noticia que se tiene del término Cacabelos data del siglo X; posteriormente, el arzobispo de Santiago erige la iglesia de Santa María en el siglo XII, con el ábside formando parte de su cuerpo central. Este pequeño templo románico se constituiría en el epicentro desde el cual se inicia el crecimiento y desarrollo del pueblo. El resultado de innumerables transformaciones desde tiempos remotos es el edificio actual, en el que solo ha permanecido desde sus orígenes el mencionado ábside.

Tras este breve preámbulo os propongo realizar un viaje en el tiempo, imaginándonos en el interior de una máquina en la que solo tenemos que ajustar la fecha, pulsar un botón y efectuar de forma inmediata el salto temporal. Al ser la primera vez, nuestro recelo hace que nos traslademos a un humilde destino, por ejemplo, a la última década del siglo XIX en las cercanías de nuestra iglesia. En décimas de segundo aparecemos en medio de una calle empedrada comprobando que se trata de la calle Santa María, con la iglesia al fondo, con diferencias importantes en relación a la actual, pero conservando su fastuoso ábside. En un plano más cercano percibimos un pintoresco carro de época en el cual dos personas parecen haberse percatado de nuestra presencia y, justo a la derecha, nos fijamos en un local con banderita blanca, inconfundible distintivo con el que eran y siguen siendo reconocidas las bodegas que venden vino y que, a buen seguro, no debía ser la única presente en el pueblo.
 
La iglesia a finales de 1800 desde la calle Sta. María. Foto de autor desconocido


Nos subimos de nuevo a nuestra asombrosa nave temporal y esta vez elegimos el destino en el año 1906 para por mera curiosidad conocer cómo era la vida de nuestros antepasados en el mismo entorno físico que nos ocupa. De repente, nos encontramos con un luminoso día de feria. Embargados por la escena que se despliega ante nuestros ojos, comenzamos a describirla con premura y máximo detalle antes de que se desvanezca. Nos llama la atención en primer lugar el atrio de la iglesia situado a nuestra derecha, constatando lo poco que ha cambiado en más de un siglo; un sagrao repleto de gente y animales, como mandan los cánones de un humilde recinto ferial; a nuestra izquierda se levanta un inmueble que, más de un decalustro después, se convertirá en la casa donde viví una prolongada etapa de mi vida y, al fondo, reparamos en un edificio de mayor envergadura que, con el paso de los años, acabaría transformándose en la casa de mis tíos. Antes de salirnos de la escena nos fijamos en una señora de mediana edad portadora de un cesto de mano que parece observarnos atentamente y que, ataviada con la indumentaria de la época, da la impresión de tener el mismo propósito que los demás, vender el mayor número productos con los que ha llenado el mego que la acompaña y regresar lo antes posible a su casa con él vacío.

Bella escena de un soleado día de feria de 1906, con el atrio a la derecha y un sagrao repleto de gentes y de animales de carga. Foto: Manuel Rodríguez.

Ajustamos un nuevo destino y nos desplazamos a la prodigiosa década de los 60. En ella fui testigo de una historia vivida en primera persona con el mismo decorado de fondo y que, sin más dilación, comienzo a relataros.

La iglesia de la plaza, así identificábamos a este espacio religioso en aquellos tiempos, se convirtió después de mi casa, en mi principal refugio durante los años de infancia. La casa donde viví estaba situada encima de la antigua sede de correos (ver foto) y enfrente del sagrao, desde el que podía acceder directamente a la sacristía con lo que, para acudir a ejercer mis labores diarias de monaguillo, solo tenía que cruzar la calle Santa María y presentarme delante de un jovencito y recién estrenado sacerdote originario de Puebla de Trives (Ourense) llamado D. Dámaso Núñez (https://www.diariodeleon.es/articulo/opinion/a-don-damaso-con-mi-recuerdo/20050307000000764606.html). Una persona con sus defectos, como cualquiera, pero cariñoso y respetuoso en el trato con todos, aspecto este del cariño del que nunca estábamos suficientemente colmados a esa edad. Los que pasamos tanto tiempo en su compañía lo conocimos bien, y precisamente por ello seguiremos manteniéndolo para siempre en nuestra memoria (http://castroventosa.blogspot.com/2015/01/se-asoma-mi-ventanapepe-couceiro-con.html).

Antigua sede de Correos en una fotografía de inicios de los 60, enfrente de lo que conocíamos vulgarmente como sagrao, debajo de la casa donde viví momentos que valieron por toda una vida. Foto: Manuel Rodríguez
Un joven, dinámico y sonriente D. Dámaso recién llegado a Cacabelos en 1963, subido a su flamante e inseparable vespa y flanqueado por amigos cacabelenses, entre ellos unos alegres Varito y su hermana Celina, ya reunidos con él del otro lado, Foto de autor desconocido.

La importante decisión de introducirnos en aquellas actividades, casi monacales, corría a cargo de nuestras queridas y admiradas madres y, naturalmente, no cabía ninguna duda en su mente al desear lo mejor para sus retoños, y que mejor y más noble aspiración para ellos que se fueran ganando el cielo desde temprana edad, bien ayudando en misa, confesándose y comulgando asiduamente, preparándose para la primera comunión mejor que nadie o participando activamente en todos los eventos clericales. 


Otra instantánea de finales de los 60 de una de las numerosas veces en las que, un D. Dámaso agradecido, invitaba a sus numerosas colaboradoras a un merecido chocolate con churros después de algún evento religioso importante. Salvo por la presencia de nuestro párroco, se nota el poderío femenino del lugar. Pueden reconocerse a una sonriente Dª. Elvira, Dª Pilar Peña, Berta Pombo, Terina, Palomita, Tere la de Martín, Isabelita Ovalle, Olguita, Tere (hermana de Toño Balboa), Sita (hermana de Cruz), mis queridas y recordadas primas Mari Carmen (de perfil, con gafas sujetando la jarra del chocolate, hermana de Pepe y Ana) y Pili (la hija de Mero el cartero, con gafas oscuras), Tere (la hija de Miguel de Paz) y Luciana, entre otras que no hemos podido identificar. Foto de autor desconocido.


Salir de la zona de confort que suponía nuestra casa y tomar tierra en otro mundo tan diferente, produjo un importante beneficio a nuestras todavía inmaduras mentes. Siendo ayudantes de D. Dámaso, tuvimos que comenzar a relacionarnos con personas ajenas al entorno familiar, descubriendo diferentes y a veces diametralmente opuestos puntos de vista en relación a los nuestros, situación incómoda que tuvimos que aprender a digerir y luego llegar a comprender; percibir, por primera vez, el agrio sabor de las derrotas en aquellos disputados pero entretenidos juegos de mesa en los que pasábamos el tiempo muerto en el interior de la sacristía; afrontar con dignidad las novatadas a las que los monaguillos más veteranos nos sometían como obligada e ineludible tradición y que nos exigió agudizar y poner en máxima alerta nuestros adormecidos cinco sentidos y, por último, disponer y responsabilizarnos del primer dinerillo que llegaba a nuestros bolsillos cada domingo, cuando D. Dámaso abría la hucha de las propinas acumuladas de la semana, fruto de donaciones de unos pocos padrinos generosos de bodas y bautizos.



Vestidos de gala posan para el fotógrafo una excepcional generación de monaguillos anterior a la nuestra, probablemente en el año 1964. De izquierda a derecha y de arriba abajo: Roberto Carretón, Luis Coca, su hermano Paco y Luis Raimóndez (Luso). Foto: Roberto Carretón. 
La generación de monaguillos que reemplazó a la de los hermanos Coca, con la ausencia de nuestro querido Pepín Neira, el año anterior a dar el salto al bachillerato. Arropados por D. Manuel, un prudente y excelente sacerdote que se le daba espléndidamente tocar el órgano de la iglesia y que nos alegraba las celebraciones en las que participaba. De izquierda a derecha: José Luis Alba, nuestro querido amigo Luis Alba, D. Manuel, Manolo Lizáfaro, Pepe Couceiro y Manolo Alba

Cuando llegó el momento de la primera comunión ya llevábamos alguna ventaja sobre los demás. Esto supuso poder impartir algunas de las clases de catequesis a los novatos (¡perdón a todos los que tuvieron que sufrirme!). Recuerdo ese día como muy especial, sobre todo, por aquel gozoso chocolate con churros con el que D. Dámaso nos premiaba después de una excitante ceremonia.
 
Unas guapísimas y tiernas cacabelenses disfrutando del tradicional banquete tras haber recibido su primera comunión a mediados de los 60. Reconozco a Cristina, mi hermana Pilar, Marí Carmen, Paquita, Marí Luz, Teresa, Marilín, entre otras que no hemos podido identificar.

A pesar de disfrutar de los juegos de mesa y de los singulares tarareos y silbidos con los que D. Dámaso nos amenizaba las tardes en la sacristía, lo que más nos cautivaba era participar en las procesiones, tocar las campanas (excepto para entierros e incendios) o, con la llegada de la Semana Santa, asumir la responsabilidad de convertirnos en insobornables guardianes de las velas que los fervorosos feligreses nos entregaban con absoluta confianza para que las dispusiéramos en los bastidores correspondientes e iluminaran cálidamente el lugar donde se había depositado al Santísimo hasta su resurrección. Posteriormente, había que devolverlas algo consumidas como incuestionable certeza de que habían sido empleadas para tal sagrado fin. 

La celebración del Corpus Christi era un momento especial del año, sobre todo por lo que generaba alrededor de su preciosa procesión que discurría encima de mullidas alfombras repletas de pétalos de flores elaboradas con genuina devoción por los vecinos, componiendo un indescriptible y bello paisaje de dibujos de vivos colores e intensos aromas. Todo ello generaba una fascinante atmósfera en unos niños que no dejaban de sorprenderse con aquellas fascinantes tradiciones que iban descubriendo día a día.



En esta foto desgastada por el tiempo se contempla una escena que tuvo lugar en el sagrao al paso de la procesión del Corpus y que merece el máximo respeto, al menos el mismo que la gente profesaba a ese precioso día del mes de junio. De izquierda a derecha: de rodillas, mi querido y añorado tío Pepe, D. Rafael (el Chusco) junto a su nieto (mi primo Víctor) e hija (Gutis), en una calurosa tarde de junio de 1965. En las mismas fechas y durante varios años, nuestras apreciadas y valoradas cerezas se envasaban en los pequeños barriles que se ven en la foto para ser enviadas a múltiples destinos. Foto: Gutis Couceiro.

La procesión del Corpus, probablemente a finales de 1956 con D.
Desiderio  bajo palio, acompañado de autoridades y devotos (reconocemos a Anibal el Cartero a la izquierda y a D. Manuel el alcalde a la derecha, entre otros). Foto: Manuel Rodríguez.

Entre novenas, rosarios y misas teníamos tiempo para echar algún partido de futbol, bien en el sagrado patatal enfrente de la sacristía o, si no llegábamos a un mínimo de jugadores, echar una pachanguita en un terreno más cementado delante del atrio, con el grave inconveniente de que, en cualquier momento, un chupinazo mal dado o a lo loco podía dejar ensartado nuestro apreciado balón en alguno de los puntiagudos barrotes de hierro que lo circundaban. Si teníamos suerte el esférico iba directo a alojarse en alguno de los balcones cercanos, con el elevado riesgo de quedarnos sin él temporalmente.
Un imperecedero atrio en los años 60 y 70, testigo de incontables partidos de futbol y de docenas de balones fenecidos
 
A lo largo de su historia la iglesia fue un necesario abrigo en el que se cobijaron gentes de buena voluntad de todas las edades y condiciones sociales. Seres humanos extremadamente vulnerables en una constante búsqueda de respuestas a los acontecimientos luctuosos que irrumpían y turbaban su existencia hasta los límites de su resistencia y que, fuera de ese sagrado recinto, nadie podía ofrecérselas. Al menos en este tranquilo y pacífico espacio podían y pueden meditar en silencio sobre los problemas de la vida y, si uno quiere, reconfortarse con un esperanzador mensaje sobre la trascendencia del alma llegado el momento del óbito. Las personas que más he querido han pasado su vida y siguen haciéndolo entre los muros de esta iglesia, prestándose en cualquier momento a ayudar en todo lo que pudieran de forma desinteresada, y puedo atestiguar lo felices que fueron y siguen siéndolo. Tal vez porque, algo en su interior les haya o les esté proporcionando ese imprescindible equilibrio emocional que la mayoría necesitamos para afrontar dignamente los envites de la vida, motivo suficiente para tenerles el mayor de los respetos.

La iglesia en la actualidad desde otra perspectiva
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NOTA: Mi sincero agradecimiento a las personas que me han ayudado a identificar a muchos de nuestros vecinos presentes en las fotografías, especialmente a Manolo Rodríguez y a su mujer María José, Lourdes Rodríguez, Francisco Coca, Roberto Carretón y Pilar Couceiro. A José Antonio Balboa por ajustarme los siglos a una mayor realidad.

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