viernes, 27 de diciembre de 2019

LUGARES EMBLEMÁTICOS DE NUESTRO PUEBLO Y ALREDEDORES: 5. La Leitosa


Vista panorámica de La Leitosa y su entorno desde las proximidades de Paradaseca



LUGARES EMBLEMÁTICOS DE NUESTRO PUEBLO Y ALREDEDORES
5. La Leitosa

Por Pepe Couceiro

Algo de hipnótico debía de tener aquel paraje conocido como La Leitosa, en las inmediaciones de Veguellina (término de Villafranca del Bierzo), en los Ancares leoneses, para que, en nuestra adolescencia e incluso años después, no nos perdiéramos ninguna de nuestras citas anuales con él.
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Ya fuese por su lejana y escondida ubicación, frondosidad y belleza; por nuestros anhelos materialistas, sabiendo que el valioso polvo dorado seguía presente en sus entrañas, o por cómo nos imaginábamos la vida en ese enclave cuando los romanos dominaban la zona y se valían de miles de esclavos para extraer el preciado metal; el caso es que este emblemático lugar nos dejaba embelesados cada vez que nos acercábamos, convivíamos cerca de él y lo contemplábamos en todo su esplendor con nuestra mente serena.

La Leitosa en la actualidad


Como si se tratara de una hermana menor de Las Médulas, esos montículos quebrados por la acción humana, con sus colores rojo y verde alternándose en sus laderas, muestran orgullosos su enorme cicatriz causada por las múltiples heridas que, a partir del siglo I d.C., los romanos causaron a lo largo de varios siglos cuando extraían su oro mediante un sistema conocido como Ruina Montium

Vista cercana de La Leitosa desde el camino de bajada a los prados de Veguellina regados por el río Burbia.


El conocimiento de este paraje nos fue transmitido por los componentes de la primera asociación de montañismo de Cacabelos conocida como Los Montañeros del Cúa. Con ellos realizamos varias de las primeras excursiones al lugar. 

En una de las primeras expediciones a La Leitosa en el verano de 1972, en el prado de siempre y junto a algunos de nuestros mentores: Los Montañeros del Cúa. De izquierda a derecha: Florencio (Jotiti), Jorge El Niño (tumbado), Toño Balboa, Víctor de Francisco, Isidro Canóniga, Jaime Alija y Pepe Couceiro al fondo.
La primera marcha que hicimos a este cautivador enclave fue el bautismo de fuego para varios amigos que, unidos por una inquebrantable amistad, decidimos emprender este tipo de aventuras. Por primera vez en nuestra vida pasaríamos varios días fuera de casa, aislados en el monte y valiéndonos por nosotros mismos a todos los niveles.

Al día siguiente de iniciarse las ansiadas vacaciones estivales y una vez conseguido el milagroso permiso de nuestras madres (Dª. Pilar, Dª. Josefa, Dª. Teresa y Dª. Maruja) iniciábamos un camino hacia lo desconocido repletos de ilusión, expectativas y de cachivaches inútiles en el interior de nuestras pesadas mochilas. 

Los aventureros que básicamente formábamos la pandilla de amigos encaminándonos hacia de La Leitosa en junio de 1974. De izquierda a derecha: Pepe Couceiro, Jaime Alija, Víctor Mauriz, Toño Alija e Isidro Canóniga.
En el prado de siempre, en julio de 1975. De izquierda a derecha: Toño Balboa, Víctor de Francisco, Jorge El Niño, Manolo Lizáfaro (de pie), Roberto Machín (agachado), Pepe Couceiro y Toño Alija (delante).

Llegados a un prado perfecto para la acampada saciábamos nuestra ávida sed con el agua que manaba de una fuente natural a ras de suelo, en la que, en su fondo, siempre observábamos tritones que nos alegraban la vista y nos indicaban la pureza del medio que habitaban. Con las tiendas montadas y antes de que oscureciera nos acercábamos al pueblo de Veguellina, ubicado a un par de kilómetros, en busca de aquellos excelsos huevos y de una leche fresca que nos sabía a gloria. Antes de anochecer, en las cercanías del pueblo, armábamos nuestras cañas de pesca y realizábamos varias tiradas en el río Burbia, intentando hacernos con aquellas extraordinarias truchas autóctonas y poder degustarlas en una memorable cena alrededor de un reconfortante fuego de campamento.

 
Una muestra de las truchas presentes en aquellos tiempos en el río Burbia.


En no pocas ocasiones se apuntaban amigos o familiares que, al no dejar de alabar por nuestra parte las virtudes del lugar, acababan acompañándonos para comprobarlo por ellos mismos.

La familia Lizáfaro y otros amigos descansando en una de las laderas de La Leitosa. esta vez en Julio de 1977. De izquierda a derecha: Marga, Martín, Pepe Couceiro (delante), Manolo (al fondo), Alfredo, Mino y Luisa Martínez.

Al día siguiente de instalarnos solíamos realizar una de las aventuras más esperadas, la subida a La Cueva, una cavidad artificial localizada en una de las laderas y de complicado acceso, pero que constituía un reto cada vez que lo intentábamos.

La Cueva de cerca a la derecha en una toma actual donde puede comprobarse la dificultad de acceso.

 
Una vista desde el interior de La Cueva.

A su entrada y durante años pudo admirarse el escudo de Los Montañeros del Cúa esculpido a la perfección sobre la blanda arcilla por nuestro querido artista Pedro G. Cotado. Inevitablemente, la erosión de varias décadas hizo estragos y, en la actualidad, apenas puede distinguirse. 

Sentados durante unos minutos en esa cavidad, recuperándonos del fatigoso y estresante ascenso, nos imaginábamos descubriendo fastuosos tesoros que los romanos habían almacenado desde tiempos inmemoriales en su interior, al estilo de la cueva de Alí Babá, abandonados allí tras una imprevista huida, quizá en medio del fragor de una batalla perdida. Como no nos funcionaron las palabras mágicas Ábrete Sésamo, teníamos que introducirnos en las profundidades de aquella gruta con linternas, atravesar un estrecho pasadizo que daba la impresión de que, en cualquier momento, se nos iba a caer encima y, sobre todo, que tendríamos que cavar de lo lindo durante horas; en milésimas de segundo y de forma repentina despertábamos a la realidad y nos preparábamos para acometer una bajada más sosegada al campamento.

Con aquellas caminatas a La Leitosa, cada uno de nuestros sentidos llegaba a su máximo nivel de excitación y quedaban ampliamente colmados por el colorido de los húmedos prados, de las escarpadas montañas, de las lindes de los arroyos que se encaminaban hacia un caudaloso Burbia lleno de vida, de las tenebrosas y prodigiosas noches estrelladas; de la visión de un fuego nocturno que nos encandilaba y relajaba al mismo tiempo; de los sonidos con los que nuestros queridos compañeros, los animales, nos acompañaban y amenizaban a cualquier hora del día o de la noche (hasta con los más ingratos); por el placer de sentir en nuestras manos los millones de texturas con las que nos encontrábamos a lo largo de esos días y, finalmente, por el sabor de todo lo que naturalmente brotaba de aquella incomparable zona. 

Aquellas salidas incrementaron nuestro amor por la naturaleza. Con el paso del tiempo, ese maravilloso sentimiento lo acabaríamos trasladando a nuestros hijos, motivo por el que, al menos en mi caso, siempre sentiré un orgullo especial.

1 comentario:

  1. Gracias querido amigo por recordar aquellos tiempos tan felices y por haber compartido una amistad que perdura. Un abrazo con mucho cariño

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