Retrato de Antonio Colinas por José Carralero |
José Gómez Isla, Profesor Titular de la Facultad de
Bellas Artes de la Universidad de Salamanca, es el encargado de comentar el
cuadro de la semana de la exposición de José Carralero en el M.AR.CA. Se trata
del retrato de Antonio Colinas, poeta,
ensayista, crítico literario y narrador, nacido en la localidad leonesa de La
Bañeza.
No recuerdo si la
primera vez que vi el retrato de Colinas fue en el propio estudio de Pepe
Carralero o en León, donde la Diputación le dedicó al pintor una retrospectiva
en la Sala Provincia. En todo caso, lo que sí recuerdo es que eso fue hace ya
casi veinte años, cuando aún no conocía en persona al retratado. Sin embargo,
eso no fue impedimento para imaginar a través de este retrato cómo podría ser
la personalidad del poeta a quien más tarde leería con fruición. Recuerdo que,
cuando lo llegué a conocer, personalmente y a través de su obra, pensé que no
estaba equivocado al aventurar mi hipótesis sobre cómo lo había imaginado.
El trazo firme y
valiente de cada pincelada, el arrastrado vibrante del pincel sobre la tela,
los trazos superpuestos de color que dejan entrever casi siempre lo que está
debajo, van construyendo la arquitectura del personaje, como tallado a
cuchillo, cincelando y modelando el rostro con la luz, sin ocultar la estructura
primigenia de las primeras capas. Siempre me ha cautivado este retrato. No es
osado decir que me recuerda al mejor Velázquez, retratando al que fuera su
sirviente y ayudante, el también pintor Juan de Pareja, una magnífica obra en
la que retrata no sólo al personaje sino también la dignidad del alma de quien
posa y donde se trasluce inevitablemente el profundo respeto que se profesaban
el pintor y el retratado.
Sólo así es posible
capturar con pinceladas abruptas, expresivas, pero al mismo tiempo medidas y
certeras, la serenidad de este rostro de Antonio Colinas. Pero, junto a esa
serenidad, también está presente la fuerza de la mirada y su sentir reflexivo,
casi melancólico diría yo, del poeta que emerge desde un fondo oscuro y
terroso.
Ese amor infinito por
lo que uno ve (sólo se puede amar aquello que se conoce), es lo que ha
reflejado Carralero en este rostro o en otras tantas obras donde, ya sea la
figura o el paisaje, sus motivos son igualmente sometidos a la clarividencia de
un pincel alerta, atento al espíritu que subyace tras la superficie y a la
apariencia de lo real.
Como ocurre con ese
otro gran retratista holandés, esta obra también me seduce porque en ella veo
surgir de la oscuridad la figura del viejo Rembrandt riendo sarcásticamente en
el que fuera su último autorretrato, caracterizado como Zeuxis, emergiendo de
las sombras con una pincelada gruesa, entre ocres amarillos y dorados,
aparentemente distraída, pero infinitamente sabia y honesta, como ésta que
ahora nos ocupa.
José Gómez Isla
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